Por Jean Epstein

El cine me parece comparable a dos hermanos siameses que estuviesen unidos por el vientre, es decir, por las necesidades inferiores de vivir, y separados por el corazón, es decir, por las necesidades superiores de sentir emociones. El primero de estos hermanos es el arte cinematográfico, el segundo es la industria cinematográfica. Haría falta un cirujano que separase a estos hermanos enemigos sin matarlos, o un psicólogo que allanase las incompatibilidades entre los dos corazones.

Sólo voy a permitirme hablar del arte cinematográfico. El arte cinematográfico ha sido denominado por Louis Delluc: fotogenia. La expresión es feliz, retengámosla. ¿Qué es la fotogenia? Yo denominaría fotogénico a cualquier aspecto de las cosas, de los seres y de las almas que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica. Y todo aspecto que no resulta revalorizado por la reproducción cinematográfica, no es fotogénico, no forma parte del arte cinematográfico.

Ya que todo arte construye su ciudad prohibida, su dominio propio, exclusivo, autónomo, específico y hostil a todo lo que no sea él. Puede resultar sorprendente decirlo, pero la literatura en primer lugar tiene que ser literaria; el teatro, teatral; la pintura, pictórica; y el cine, cinematográfico. La pintura actualmente se está liberando de muchas preocupaciones de semejanza y de narración. Los cuadros que relatan en lugar de pintar, los cuadros anecdóticos e históricos ya sólo se exponen bajo los focos de las grandes tiendas de muebles, donde por otra parte debo confesar que se venden muy bien. Pero lo que podríamos llamar gran pintura intenta no ser más que pintura, es decir, vida del color. Y lo único que merece ser llamado literatura ha dejado de interesarse por las peripecias mediante las cuales el detective consigue hallar el tesoro perdido. La literatura se esfuerza en ser puramente literaria, razón por la cual es justamente abominada por los que piensan con horror que pueda ser algo diferente de la charada o el ecarté, y que pueda servir para algo mejor que para matar el tiempo perdido, que por otra parte es inútil matar ya que resucita igualmente encapotado a cada nuevo despertar.

Asimismo, el cine tendrá que evitar toda relación, que sólo será desafortunada, con temas históricos, educativos, narrativos, morales o inmorales, geográficos o documentales. El cine tiene que tender a convertirse paulatinamente y al final únicamente en cinematográfico, es decir, a utilizar única y exclusivamente elementos fotogénicos. La fotogenia es la más pura expresión del cine.

¿Cuáles son, pues, los aspectos del mundo que podemos calificar como fotogénicos, aspectos a los que el cine tiene el deber de limitarse? Mucho me temo no tener más que una respuesta prematura para una pregunta tan importante. No hay que olvidar que mientras el teatro tiene a sus espaldas sus buenos siglos de existencia, el cine no ha hecho más que cumplir veinticinco años. Es un joven enigma. ¿Es un arte?, ¿no es un arte?, ¿es una lengua de imágenes semejante a los jeroglíficos del antiguo Egipto, de la que desconocemos su misterio, de la que desconocemos incluso todo lo que ignoramos?, ¿o una prolongación del sentido de la vista, una especie de telepatía del ojo?, ¿o un desafío lanzado a la lógica del mundo, ya que la mecánica del cine crea el movimiento a partir de una sucesión de pausas de la película ante el haz luminoso, es decir, crea la movilidad a partir de la inmovilidad, demuestra contundentemente el acierto de los falsos razonamientos de Zenón de Elea?

¿Tenemos idea de qué va a ser dentro de diez años la TSH? Sin duda un octavo arte tan enemigo de la música como actualmente lo es el cine del teatro. Eso es todo lo que podemos saber a propósito de lo que puede ser el cine dentro de diez años.

Hoy por hoy, hemos descubierto la propiedad cinematográfica de las cosas, una especie de potencial conmovedor, nuevo, la fotogenia. Empezamos a conocer algunas de las circunstancias en las que aparece esta fotogenia. Propongo, pues, una primera aproximación a la determinación de los aspectos fotogénicos. Hace un momento, estaba diciendo: es fotogénico todo aspecto cuyo valor moral se ve aumentado por la reproducción cinegráfica. Ahora digo: sólo los aspectos móviles del mundo, de las cosas y de las almas, pueden ver su valor moral aumentado por la reproducción cinegráfica.

Esta movilidad debe ser entendida en su sentido más general, a partir de todas las direcciones perceptibles para el espíritu. Generalmente se considera que las direcciones que revelan sentido de orientación son tres: las tres direcciones del espacio. Nunca he entendido por qué se rodeaba de tanto misterio la noción de la cuarta dimensión. Existe, y da abundantes pruebas de ello: es el tiempo. El espíritu se desplaza en el tiempo, al igual que se desplaza en el espacio. Pero mientras en el espacio se imaginan tres direcciones perpendiculares entre sí, en el tiempo sólo es posible concebir una, el vector pasado-futuro. Cabe pensar, un sistema espacio-tiempo en el que esta dirección pasado-futuro pase también por el punto de intersección de las tres direcciones admitidas para el espacio, en el instante situado entre el pasado y el futuro, el presente, punto del tiempo, instante sin duración, como los puntos del espacio geométrico carentes de dimensiones. La movilidad fotogénica es una movilidad en este sistema espacio-tiempo, una movilidad a la vez en el espacio y en el tiempo. Podemos decir entonces que el aspecto fotogénico de un objeto es una resultante de sus variaciones en el espacio-tiempo.

Esta fórmula, que es importante, no es una pura impresión del espíritu. Algunos films ya han dado experiencias concretas de ella. Los primeros, unos cuantos films norteamericanos, demostrando el más precoz e inconsciente sentido cinematográfico, mostraron los comienzos de los cinegramas espacio-tiempo. Más tarde David Wark Griffith, ese gigante del cine primitivo, convirtió en clásicos esos desenlaces bruscos, entrecortados, cuyos arabescos evolucionan casi simultáneamente en el espacio y en el tiempo. Con una mayor conciencia y claridad, el actual maestro de todos nosotros, Abel Gance, compone esta asombrosa visión de los trenes lanzados a gran velocidad sobre las vías del drama. Hay que entender por qué esas carreras de ruedas en La rueda son las fases más clásicas escritas hasta ahora en lenguaje cinematográfico. Es que ahí están las imágenes en las que las variaciones, si no simultáneas al menos concurrentes, de las dimensiones espacio-tiempo, juegan el papel mejor dibujado.

Ya que a fin de cuentas todo se reduce a un problema de perspectiva, a un problema de dibujo. La perspectiva del dibujo es una perspectiva con tres dimensiones; y cuando un colegial hace un dibujo en el que no tiene en cuenta la tercera dimensión, la profundidad, el relieve de los objetos, se considera que ha hecho mal el dibujo, que no sabe dibujar. El cine añade a los elementos de perspectiva empleados por el dibujante una nueva perspectiva en el tiempo. El cine da relieve en el tiempo, además del relieve en el espacio. En esta perspectiva del tiempo, el cine permite asombrosas reducciones de las que conocemos, por ejemplo, esa sorprendente visión de la vida de las plantas y de los cristales, pero que hasta el momento no han sido nunca utilizadas dramáticamente. Si hace un momento decía: el dibujante que no utiliza la tercera dimensión del espacio para su perspectiva es un mal dibujante, ahora tengo que decir: el compositor de cine que no juega con la perspectiva en el tiempo, es un mal cinegrafista.

Por otra parte, el cine es una lengua, y, como todas las lenguas, es animista, es decir, presta apariencia de vida a todos los objetos que dibuja. Cuanto más primitivo es un lenguaje, tanto más marcada tiene esta tendencia animista. Es innecesario señalar hasta qué punto es primitiva la lengua cinematográfica en sus términos y en sus ideas; no hay, pues, por qué asombrarse de que sea capaz de prestar una vida tan intensa a objetos tan muertos como los que dibuja. A menudo se ha señalado la importancia casi divina que adquieren, en un primer plano, los fragmentos de cuerpos, ¡los elementos más fríos de la naturaleza! Un revólver en un cajón, una botella rota por el suelo, un ojo circunscrito al iris se elevan mediante el cine a la categoría de personajes del drama. Al ser dramáticos, parecen vivos, como si estuviesen situados en la evolución de un sentimiento.

Incluso me atreveré a decir que el cine es politeísta y teógeno. Las vías que crea, haciendo surgir los objetos de las sombras de la indiferencia a la luz del interés dramático, estas vías no tienen nada que ver con la vida humana. Estas vías son paralelas a la vía de los amuletos, de los gris-gris, de los objetos amenazadores y tabú de algunas religiones primitivas. Creo que si se quiere comprender cómo un animal, una planta, una piedra pueden inspirar el respeto, el temor, el horror, tres sentimientos fundamentalmente sagrados, hay que verlos vivir en la pantalla sus vidas misteriosas, mudas, ajenas a la sensibilidad humana.

El cine da así a las apariencias más glaciales de las cosas y de los seres su bien más preciado antes de morir: la vida. Y esta vida, la confiere a través de su aspecto más importante: la personalidad.

La personalidad sobrepasa a la inteligencia. La personalidad es el alma visible de las cosas y de las personas, su herencia aparente, su pasado convertido en inolvidable, su futuro ya presente. Todos los aspectos del mundo, llamados a la vida por el cine, sólo son elegidos a condición de tener una personalidad propia. Ésta es la segunda precisión que ya desde ahora podemos añadir a las reglas de la fotogenia. Propongo, pues, decir: sólo los aspectos móviles y personales de las cosas, de los seres y de las almas pueden ser fotogénicos, es decir, adquirir un valor moral superior mediante la reproducción cinematográfica.

Un primer plano del ojo ya no es el ojo, es UN ojo: es decir, el decorado mimético en el que súbitamente aparece el personaje de la mirada... He encontrado muy interesante el reciente concurso organizado por una revista de cine. Se trataba de designar a unos cuarenta intérpretes, más o menos conocidos, de la pantalla, y de los que la revista sólo reproducía fotos truncadas, reducidas únicamente a los ojos. Se trataba, pues, de encontrar a cuarenta personalidades de la mirada. Era un curioso intento inconsciente para acostumbrar a los espectadores a estudiar y a conocer la personalidad flagrante del fragmento ojo.

Y un primer plano de revólver, tampoco es ya un revólver, es el personaje-revólver, es decir, el deseo o el remordimiento del crimen, del fracaso, del suicidio. Es oscuro como las tentaciones nocturnas, brillante como el reflejo del codiciado oro, taciturno como la pasión, brutal, panzudo, desconfiado, amenazador. Tiene un carácter, unas costumbres, unos recuerdos, una voluntad, un alma.

Mecánicamente, el solo objetivo consigue de esta forma en algunas ocasiones publicar la intimidad de las cosas. Y de esta forma se descubrió, al principio por azar, la fotogenia con carácter. Pero una sensibilidad aceptable, quiero decir personal, puede dirigir el objetivo hacia descubrimientos cada vez más importantes. Ésta es la función de los autores de films, comúnmente llamados directores. Ciertamente, un paisaje fotografiado por uno de los cuarenta o cuatrocientos directores sin personalidad que Dios envió sobre el cine, de la misma forma que antes había enviado la plaga de langostas sobre Egipto, es exactamente igual al mismo paisaje fotografiado por otra de esas langostas del cine. Pero ese paisaje o ese fragmento de drama DIRIGIDO por un Gance no se parecerá en nada a lo que habría sido, visto por los ojos y el corazón de un Griffith, de un Marcel L'Herbier. De esta forma, ha hecho su irrupción en el cine la personalidad de algunos hombres, el alma, y por qué no lo poesía.

Quiero referirme otra vez a La rueda. Durante la agonía de Sisif, todos nosotros vimos cómo su alma miserable le abandonaba deslizándose sobre la nieve, como sombra que se lleva el vuelo de los ángeles.

Y he aquí que llegamos a la tierra prometida, al país de las grandes maravillas. Aquí la materia se modela con todos los recovecos y el relieve de una personalidad; toda la naturaleza, todos los objetos aparecen tal como son pensados por un hombre; el mundo está hecho tal como se cree que es; dulce, si alguien cree que es dulce; duro, si ese alguien lo considera duro. El tiempo se adelanta o retrocede, o se detiene y nos espera. Una nueva realidad hace su aparición, realidad festiva, que es falsa frente a la realidad de los días laborables, de la misma forma que ésta a su vez es falsa frente a la superior certeza de la poesía. La cara del mundo puede parecer cambiada, ya que nosotros, los mil quinientos millones de seres que lo poblamos, podemos ver a través de una mirada ebria a la vez de alcohol, de amor, de felicidad y de infortunio; a través de lentes de todas las locuras: odio y ternura; ya que podemos ver la clara cadena de los pensamientos y de los sueños, lo que habría podido o debido ser, lo que era, lo que nunca fue ni podrá ser jamás, la forma secreta de los sentimientos, el terrorífico rostro del amor y de la belleza, ¡el alma! «La poesía, por tanto, es verdadera y existe con la misma realidad que la mirada.»

La poesía, que alguna vez hemos creído mero artificio de la palabra, figura de estilo, juego de la metáfora y de la antítesis, algo, en fin, muy similar a nada, recibe aquí una deslumbrante encarnación. «La poesía, por tanto, es verdadera y existe con la misma realidad que la mirada.»

El cine es el medio más poderoso de poesía, el medio más real de lo irreal, de lo «surreal», como habría dicho Apollinaire.

Por eso somos unos cuantos los que hemos depositado en él nuestras mayores esperanzas.
(Publicado en Le Cinématographe vu de l'Etna, París, Les Écrivains Réunis, 1926, extraído de Alsina, Homero y Romaguera, Joaquim, Textos y Manifiestos del Cine, Madrid, Cátedra, 1989)

 

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