Sin recuerdos no hay emociones

Por Oswaldo Osorio Image

Películas como ésta ponen en evidencia lo esquemático que es el cine que normalmente vemos. El clasicismo cinematográfico estableció unas convenciones para contar historias que en lo fundamental pocos se arriesgan a transgredir. Es cierto que muchas de las obras maestras están hechas con estos esquemas y que tampoco se trata de reemplazarlos, pero resulta estimulante cuando aparece una pieza de cine que trata de hacer algo diferente, aunque se antoje un poco críptica e intelectual, como lo es este segundo filme del danés Christoffer Boe.

Con la misma originalidad y complejidad con que habló del amor y las dudas frente a él en Reconstrucción (2003), en esta nueva cinta aborda dos temas no menos etéreos: los recuerdos y las emociones. La relación que plantea entre estos dos sentimientos es de causa-efecto, pues su protagonista en un momento de su vida olvida todo su pasado, pero esto le ocurre por no afrontar sus emociones, o por querer ocultarlas, da igual. El caso es que sin ellas se siente más cómodo, sin dolor ni incertidumbres, sin nostalgias que le cosquilleen el alma. Pero la consecuencia de esto es, naturalmente, la falta de pasión, lo cual lo convierte en una especie de ente, de autómata emocional, frío e impersonal.

Para recuperar los recuerdos y la capacidad de sentir emociones de este hombre, el director apela a un intrincado recurso, crea un universo paralelo llamado “la zona” (con características parecidas a la Tarkovski en Stalker), un lugar con unas singulares reglas en el que este hombre, con el mismo desconcierto que siente el espectador, debe descifrar allí su vida y las implicaciones de sus decisiones. Es una suerte de sicoanálisis pero con instrumentos fantásticos y hasta esotéricos.

Del juego con estas dos realidades, la realidad real y la de la zona, se propicia una sugestiva puesta en escena, tanto en términos de imágenes como de manejo del tiempo y el espacio. En cuanto al tiempo, el presente y el pasado del hombre se curvan hasta juntarse y de esa forma obligarlo a confrontarse; y en relación con los espacios, sus desorientadas búsquedas y escapes son presa de un laberinto de puertas, pasadizos y calles que se estremecen cuando cambian de lugar, como una de las ciudades de Calvino.

Además, tiene algunas imágenes poderosas, como ésa del niño llorando en el vientre de una mujer ahogada, así como un acabado visual que ya parece la marca de fábrica de Boe, porque es muy parecido al de Reconstrucción, esto es, fotografiado con un grano puntilloso, el predominio de la noche con sus sombras y atmósferas, sutiles efectos visuales y una cámara espontánea, atenta a la acción y a los gestos de los personajes, sin alcanzar a ser descuidada o sucia.

Por un camino largo y muy elaborado, lleno de alegorías y elucubraciones, sin atender a las convenciones narrativas del antes y después, de los puntos de giro, de la realidad sicológica y todos esos esquemas, finalmente esta película resulta tan clara y reveladora en lo que plantea como cualquier otra. Pero como muy pocas, por el contrario, el proceso para llevarnos hasta esas conclusiones fue toda una aventura para las emociones y para la razón. Y cualquier espectador que no vaya en plan crispeta, sabrá apreciar esto.

Publicado el 20 de julio de 2007 en el periódico El Mundo de Medellín.

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