El Futuro ya existe

Por Oswaldo Osorio Image

Es muy fácil caer en la trampa de creer que esta película es una trampa. Su aparente simplicidad y abierto efectismo tienen que ser tomados con la inteligencia del espectador que sabe que el cine hay que mirarlo sin prejuicios, sobre todo esos prejuicios que nos trata de imponer esta época en la que cualesquiera, entre ellos muchos farsantes y aficionados, pueden hacer una película.

Que ya Memento (2002) había contado su historia de atrás para adelante, es cierto, pero antes que Christopher Nolan lo había hecho Harold Pinter en Betrayal (1982) y antes que él lo hizo Alejo Carpentier en un memorable cuento titulado Viaje a la semilla. Que ya la cámara movida se ha visto mucho y hasta se ha convertido en una manía inoficiosa y en signo de falso dinamismo o que la predilección por el plano secuencia es cada vez más frecuente y propicia para arrogantes vituosismos, es cierto también. Pero el cine siempre se ha hecho a partir de convenciones, sólo que esta película usa convenciones más recientes que apenas se están posicionando. No hay que olvidar que el cine es un lenguaje y necesita de unos códigos que el espectador sepa leer. Pero en últimas, lo verdaderamente importante es cómo cada director usa estos códigos y convenciones para desarrollar las ideas que propone y trasmitirle al espectador todo eso que le quiere decir.

Precisamente la diferencia con esta película radica en que los efectismos de la cámara movida, los planos secuencia y la narración en reversa, no son el fin sino el medio por el cual su director y guionista, Gaspar Noé, hace que una historia tremendamente simple, que se reduce al conflicto ofensa-venganza, cobre una dimensión completamente distinta, sobre todo en la construcción de los personajes y en esa relación causa-efecto que casi siempre rige la lógica de todo relato y que por lo general es el principal criterio del público y la crítica, cada uno a su manera, para juzgar la solidez y coherencia de una historia.

Primero el final

La primera secuencia que vemos en esta película es la final, cuando el novio y ex-novio de una mujer creen encontrar al hombre que la acababa de violar y uno de ellos lo asesina. No hay problema en contar esto porque, por el mismo hecho de empezar por el final, no es una película de sorpresas, a diferencia de Memento, en la que la narración inversa contribuye a la elaboración de su trama y a controlar la información que se le da al espectador sobre la intriga de su argumento, de manera que a cada momento el espectador está siendo sorprendido por un nuevo detalle, por una nueva condición que le impone la intricada trama de la historia. En Irreversible, en cambio, esa información que se va suministrando no tiene tanta importancia a nivel argumental, sino que más bien se ve es cómo se van dibujando los personajes y situaciones a la luz de ese final truculento e impactante que ya conocemos. De manera que, más que una seguidilla de nuevos datos y sorpresas, se opera es un sutil pero significativo develamiento en el que las sorpresas no se dan por los inesperados giros (que ya conocemos), sino por cada detalle que paulatinamente vamos descubriendo de los personajes y la historia.

Tal vez el ejemplo más contundente de esto es cuando empezamos a descubrir con cada nueva secuencia la verdadera personalidad de Pierre, quien a los pocos minutos de haber comenzado la película le destroza la cabeza a un hombre, que no al violador, con un extinguidor. Pero después, al darnos cuenta de que en realidad se trata de un hombre apocado y tímido y hasta un tanto inseguro, y esto los confrontamos con esa acción atroz inicial, nos revela la verdadera dimensión del dolor y la desesperación que siente este hombre por el brutal ataque de que ha sido víctima Alex, un nombre que, por cierto, al principio no nos conmueve tanto, porque creemos tal vez que es un amigo más, otro pervertido que frecuenta aquel oscuro bar. Pero cuando nos damos cuenta de que ese ambiguo nombre pertenece a una de las mujeres más hermosas del cine (Monica Bellucci), el impacto es mayor y la desazón va aumentando cuando la vamos conociendo. Ese impacto llega a su clímax en la secuencia de la violación, para muchos insoportable, para otros escandalosa y para todos inolvidable. Se trata casi de una declaración de principios de este director en cuanto a la propuesta de puesta en escena y del tratamiento del tema. Es cruda y fuerte sin llegar a ser morbosa o truculenta, porque resulta incluso más explícito el audio que la imagen, y es audaz y radical por la falta de cortes y por ese largo encuadre que ocupa casi toda la secuencia.

Pero volvamos a la singular estructura narrativa y al efecto que consigue. A medida que va avanzando el relato (devolviéndose en la historia), las situaciones que viven los personajes, su comportamiento y los diálogos, adquieren una dimensión inusitada porque ya conocemos sus consecuencias. Cada personaje y cada momento es el presente y están acompañados, en nuestra memoria, de su futuro, no de su pasado, como ocurre habitualmente. En este sentido, todo lo que sucede  y las imágenes que lo acompañan tienen un sentido completamente diferente. Es una película que nos otorga una extraña facultad que nunca tendremos y, en esa medida, nos proporciona una desconocida forma de ver las cosas: Es el peso de conocer el futuro, es la angustia y opresión permanente, aun en los momentos de mayor tranquilidad y disfrute, por tratarse de un futuro trágico, es condicionar cada acción y cada palabra de los personajes a lo que todavía no les ha ocurrido, pero que a nosotros ya nos ocurrió, es como presenciar una historia con la inocencia perdida de antemano.

La negación del plano

Desde sus originales y ambiguos créditos iniciales, este filme nos anuncia una experiencia cinematográfica inédita. Los primeros minutos son visualmente caóticos e irritantes, con una cámara que parece describir repetidamente la figura del ocho en el aire y en distintas direcciones: nunca antes se había concebido una deconstrucción del plano tan absoluta. Porque no se trata sólo de una cámara al hombro o artificialmente movida, sino que opta por otro patrón al momento del registro, pues parece haber una conciencia de no poder apelar a lo explícito, pero tampoco de querer evitar por completo la crudeza de las imágenes. Es que no había otra manera de registrar una secuencia tan dramática, desesperante y truculenta, había que inventar una nueva forma y esta película lo hizo. Y creíamos que todos los planos y movimientos de cámara posibles ya habían sido creados. 

Pero paulatinamente nos damos cuenta de que este recurso visual tan agresivo es sólo consecuente con la historia (como siempre debería ser), pues a medida que el relato avanza hacia el pasado, cuando todos eran felices y Alex tomaba el sol tendida con su escultural cuerpo en un parque, esa cámara se va asentando y las situaciones extremas se van volviendo más ordinarias. Ya no es el vértigo tensionante de dos hombres buscando venganza, sino anodinas conversaciones o el intimismo espontáneo de una pareja retozando desnuda en una cama. De la misma forma, esos planos secuencia son los ideales para acompañar el naturalismo de las situaciones y la trivialidad de los diálogos. Como la secuencia del metro, por ejemplo, que consigue una frescura y realismo sólo posibles gracias al carácter espontáneo de la puesta en escena, a la combinación exacta entre planeación e improvisación que pueden lograr sólo los buenos directores en complicidad con actores de talento. No darse cuenta de todo esto, del efectismo como recurso ideal para esta película o del perturbador encanto de esta conmovedora historia, sí es caer en la trampa.

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