El poder del amor

Oswaldo Osorio

Soledad, amor, duelo, familia, nostalgia, tristeza, en fin, son muchos temas, sentimientos y emociones los que aborda esta inesperada película, que está siendo promocionada solo como una historia cuir. Ciertamente tiene importancia el amor y la pasión entre los dos hombres que la protagonizan, pero ese solo es uno de los componentes de un relato original y atípico que, a partir de una peripecia ficcional, consigue sorprender y acceder a distintas, profundas y sutiles facetas de la condición humana y de las relaciones afectivas, tanto amorosas como filiales.

Todos somos extraños (All of Us Strangers, 2023) está basada en la novela Strangers (1987) de Taichi Yamada y su inusual peripecia ficcional tiene que ver con dos grandes giros que definen su historia y a su personaje central, por lo que es imposible hablar de ella sin revelarlos (alerta de spoiler). El primero es que Adam, un guionista de mediana edad, visita en la casa de su infancia a sus padres, quienes fallecieron cuando él tenía doce años. De esta forma, la soledad y melancolía de este hombre empiezan a tener sentido, y los encuentros con sus padres se convierten en un viaje al pasado, a tener las conversaciones que nunca pudieron y a dilucidar la explicación de algunos de sus traumas y emociones, de su forma de asumir la vida.

Solo la ficción permite esta fantasía, este sobrecogedor don, de que alguien pueda visitar el pasado, confrontarlo y abrazarlo, incluso aprender de él. No se necesitarían más terapeutas si esto fuera posible. A falta de esta posibilidad, bien puede la ficción juguetear con la idea, aunque en este caso sea un juego un poco doloroso, para los personajes y para el espectador, porque uno no pasa indemne por las películas, menos si se trata de una con la inteligencia y sensibilidad que esta tiene. Entonces somos presa de la nostalgia ajena, pensamos en nuestros padres cuando teníamos la edad de ese niño y se nos revela el viaje emocional de este hombre en toda su complejidad.

Hay otra línea argumental que tiene que ver con la relación que empieza a formar Adam con un vecino de su desolado edificio, donde solo parecen vivir ellos dos, un escenario consecuente con la soledad que los define y lo fantasmal de la historia. Es una bella y reconfortante historia de amor que contribuye a explorar las emociones y la personalidad de este hombre, a quien cada vez vemos dibujada con trazos más finos. El trabajo contenido y el afligido gesto del actor Andrew Scott contribuyen a lograr esto (aunque también la estén promocionando como la última película de uno de los actores del momento, Paul Mescal).

Con la fuerza de las actuaciones, la casa de los padres y la música atascadas a finales de los años ochenta, un edificio con un silencio sepulcral y una fotografía tan rica en matices y estados de ánimo como el protagonista mismo, este relato se alterna en sus dos líneas argumentales en un crescendo emocional que anuncia con susurros un trágico final, el cual es la segunda y casi despiadada revelación acerca del nuevo novio de Adam, un amor que pudo haber sido y no fue, otro juego ficcional que nos descubre una película que nunca ocurrió, no en términos de esa realidad enunciada, pero sí ocurrió para uno como espectador, que experimentó una emotiva travesía en la que se expandieron los rangos del amor, la melancolía, el deseo, la felicidad y la frustración.    

Como dice la canción de los créditos finales de Frankie Goes to Hollywood: el poder del amor es una fuerza que viene desde arriba y limpia el alma. Eso le pasó a Adam, el amor, para bien o para mal, real o imaginado, le sirvió de catarsis para una existencia marcada por el aislamiento y la pesadumbre, mientras que nosotros vimos, al mismo tiempo, un relato triste-feliz, una historia de amor y un cuento de fantasmas.

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