Como ver arder un triángulo

Oswaldo Osorio

Hace casi una década, este ahora prestigiado director coreano hizo una película titulada Poesía (2010). En ella trató de explicar, con palabras, imágenes y por medio de su protagonista, lo que podría ser la definición y expresiones de este sublime y sutil arte. Lo consiguió solo parcialmente, pues tal empresa resulta difícil y hasta pretenciosa. En este, su siguiente filme, de nuevo se ven sus intenciones de crear poesía con sus imágenes, con la relación entre sus personajes y el tono de las situaciones que propicia. Y otra vez se antoja pretencioso y su objetivo solo se cumple parcialmente.

El punto de partida es un triángulo, aunque no necesaria o explícitamente amoroso. Y en esa indefinición empieza lo atractivo e inquietante que, sin duda, tiene este relato en buena parte de su metraje. Un joven de campo con pretensiones de escritor (al parecer alter ego del director, pues hay coincidencias biográficas), un dandy sereno y misterioso, y una bella joven, un tanto cursi y ordinaria. Los tres pasarán juntos más de la mitad de la película, desarrollando su ambigua e indefinida relación a partir de cálidos y sugerentes encuentros.

Con situaciones sencillas y anodinas, el director logra crear una gran química entre sus tres personajes, y esto, más que a pesar, es gracias a lo diferentes que son: la parquedad del joven escritor, la efusividad de la chica y el cerebral talante del dandy chocan y conectan constantemente. Por eso, desde los momentos incómodos hasta aquellos más armónicos, la atmósfera emocional que logra el relato lo acerca a esa poesía que parece insistentemente buscar su autor. Y esta sensación es orgánicamente acompañada por la delicadeza de la puesta en escena y su concepción visual, y representados principalmente en el sutil juego de miradas, de un lado, y por unos cuidados encuadres, del otro.

Pero llega un segundo acto en el que todo esto cambia (advertencia de spoiler). Ella desaparece y el triángulo afectivo se transforma en un thriller entre el aparente victimario y quien sospecha de él. De ahí en adelante hay otra película, otro tono y hasta una mutación de lo visual por vía del cambio de los espacios en los que se desarrolla la acción y las horas a las que ocurre. Ahora es todo un juego de suspicacias, sugeridas intrigas y pistas entre ingeniosas (la metáfora de los invernaderos) y torpes (el encuentro del gato), que arroja al relato a un territorio tedioso del que solo se espera que termine rápido para “saber quién es el asesino”, por decirlo con un cliché del género.

Indudablemente en Lee Chang-Dong hay un autor con una mirada inteligente y sensible, la cual sabe traducir a imágenes y a la relación entre sus personajes, pero sus obras distan de ser redondas y del todo sólidas. Es así como en esta cambió abruptamente de tono y de género, incluso la salpicó con un impactante final, que será más recordado por lo efectista e inesperado, que por la poesía que siempre parece buscar y que encuentra con una frecuencia que no puede ser coincidencia.   

Publicado el 24 de marzo de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.

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