A propósito de la reciente muerte del célebre director de origen checo, el cuadernillo digital 2018-1 de la revista Kinetoscopio es dedicado a su obra. El dossier se titula "Milos Forman, la revancha del expatriado" y este texto hace parte del cuadernillo, cuyo contenido es exclusivo para los suscriptores de la revista.  

Tres pecados capitales

Oswaldo Osorio

Todo el mundo sabe que Salieri mató a Mozart. Pero eso se supo después del gran éxito de esta película. No importa que no sea verdad, pues ya por la “paradoja de Potemkin” de la que habla Marc Ferro, se sabe que mucha de la información histórica que tiene la gente es inexacta porque la aprendió en el cine. Y así como el Salieri asesino, hay muchas imprecisiones en esta cinta, pero eso es un asunto que tiene que ver con la recursividad dramática y argumental, porque lo importante aquí es que Milos Forman, lejos de hacer un insulso biopic, se la jugó por deformar un poco al hombre y, en cambio, sublimar su obra y su genio.

Y sí, el Wolfgang Amadeus Mozart que se ve aquí, y que ya venía de la obra teatral de Peter Shaffer (quien también escribió el guion bajo la vigilancia y presión de Forman), no está ni cerca de ser esa probable figura, inteligente y solemne, que sugeriría su música. El Mozart que plantea este filme está dividido en dos: el hombre, una criatura vulgar, vivaz y de carcajada explosiva que a ojos de los demás resultaba tan mundano como infantil; y el compositor e intérprete, un genio musical que creaba su obra sin esfuerzo, pero con una tremenda pasión y seriedad que hacía desaparecer al hombrecito de las risotadas.

Esta dicotomía era necesaria para justificar al otro gran protagonista de esta historia, Antonio Salieri, músico italiano de talento mediocre que servía en la corte del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Salieri, más que el antagonista es un verdadero villano, uno de los más recordados del cine de Hollywood. Pero este esquematismo logra ser superado y olvidado por diversos aspectos, por la interpretación de F. Murray Abraham, por su rol de narrador en el relato y por sus motivaciones para obstaculizar el trabajo y destruir la vida de Mozart.

Abraham es un actor que nadie conocía antes de esta película y que, a despecho del Oscar que ganó, siguió con una carrera más bien mediocre: siempre presente en la industria, pero laburando como eterno segundón, tal como Salieri. Ahora, en cuanto a la narración, él abre y cierra el relato en su delirio de haber matado a su colega, todo empastado en un maquillaje que lo envejecía treinta años, y son sus constantes intervenciones y explicaciones como narrador a lo largo de la historia lo que le da a conocer al espectador, con ejemplos y argumentos, el genio de Mozart y la grandeza musical de su obra, todo a través de una contradictoria mezcla entre admiración y desprecio, porque parecía que era el único que se daba cuenta de la verdadera e inusual genialidad de Mozart.

Sus motivaciones parecen más extremas, pero por completo consecuentes con la época y su personalidad. Estas motivaciones se pueden describir con dos de los pecados capitales: de un lado, la envidia que le tenía a Mozart, por hacerlo todo grandioso, sublime y sin esfuerzo, a pesar de su vulgar personalidad; y del otro, la ira, ya no contra Amadeus, sino contra Dios mismo, a quien ofreció sacrificios y se encomendó toda su vida para ser un gran músico. Pero este lo trató con desidia e injusticia al otorgarle esos dones a un ser tan indigno e impío como Mozart, quedándole a él, en cambio, solo mediocridad, que en el contexto de esta historia, bien podría ser otro pecado capital. 

Y entonces Milos Forman construye esta precisa y monumental obra de cine (que en la versión del director le suma otros veinte minutos, llegando a las tres horas de metraje), una obra, en  principio, basada en ese antagonismo entre un sólido y complejo villano y un encantador niño genio cruzado por un sino trágico, quien, para mayor fuerza del conflicto, ni siquiera sabe que le está pidiendo ayuda a su peor enemigo. De esta forma, el espectador es testigo de cómo, al mismo tiempo, el uno urde y ejecuta su mezquino plan, mientras el otro, para consternación de todos dentro y fuera de la pantalla, el vulnerable anti héroe de este cuento se dirige inexorablemente a su infausto final.   

Pero además, la película está sustentada y enriquecida por la magnificencia de los escenarios, decorados y vestuario, que son propios tanto de la aristocracia dieciochesca como del mundo operático. Para esto, la ciudad de Praga, en vísperas de la caída del bloque socialista, abrió sus puertas al equipo de producción de Hollywood y dispuso sin restricción de todas las locaciones que hicieron posible transportarnos a los años de esplendor y caída de Mozart.  

Y lo último, pero no lo de menos, es que el filme se sustenta en el protagonismo que Forman le da a las más importantes y populares piezas y obras musicales de Mozart, las cuales participan activamente de la trama y las ideas que desarrolla la historia, incluso fungen como marcadores del paso del tiempo: El rapto en el Serrallo, Las bodas de Fígaro, Don Giovanni, La flauta mágica o el Requiem se suceden en su creación o ejecución a lo largo del argumento y sirven de correlato y contexto que le dan cuerpo a la gran historia biográfica y de época, mientras la trama se concentra en la desigual relación entre los dos músicos.

Amadeus (1984) es una de esas pocas ocasiones en que coincide el gusto de la Academia, que le concedió ocho premios Oscar, y la opinión de la crítica. Esto pudo ocurrir porque Milos Forman supo conciliar, por un lado, elementos y recursos muy populares y accesibles, como el antagonismo entre los dos músicos, las reconocidas piezas de Mozart y la fastuosa dirección de arte que propiciaba la historia; y por otro lado, la precisión de un guion donde todo encaja sin esfuerzo y la potencia de las ideas que pone en juego sobre los extremos de la naturaleza y la conducta humanas, desde los sentimientos y actos más mezquinos hasta la sublime belleza que puede resultar del genio creador. 

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