El amor en dos ciudades

Oswaldo Osorio

Es la misma película, con los mismos temas, contada de la misma forma, y aun así, sigue diciendo cosas nuevas, sigue cautivando con su humor sofisticado, sus ingeniosos diálogos, sus personajes entrañables o pintorescos y sus reflexiones morales o existenciales. Hacer esto, después de casi medio centenar de películas, está reservado para artistas con genio que solo eventualmente surgen en la historia del cine.

Por eso esta última película de Woody Allen es, a la vez, una conocida y nueva experiencia. Es conocida porque vuelve al Nueva York y al Hollywood de los años treinta, porque otra vez los encuentros y desencuentros amorosos están en el centro de su relato y porque los gansters, los judíos y el mundo del espectáculo completan ese universo ya complejo de las relaciones afectivas. Son los ingredientes de siempre servidos y marinados de forma diferente para obtener una grata variación de un conocido sabor.

Entonces está el joven ingenuo y romántico Bobby, quien de Nueva York se va a Hollywood, donde su tío Phil, un exitoso agente, que le ayudará a conseguir trabajo. Allí se enamora de Vonnie, pero ésta tiene un novio mayor, aunque también ama a Bobby, que luego regresa a su ciudad a gerenciar el club que el ganster de su hermano adquirió. Con esto ya está servida una comedia romántica en la que su trama da saltos entre una ciudad y otra, entre el amor romántico y por conveniencia, y entre el mundo del crimen y la glamurosa vida de los famosos y poderosos.

Con todos estos elementos, entonces, Woody Allen obra su magia de genio inagotable. Despliega el encanto, las dudas y angustias de sus protagonistas frente a dilemas morales o románticos; los rodea de un abanico de secundarios sabios, carismáticos o patéticos; pone a competir a las dos ciudades en sus cualidades y defectos; y todo esto conectado por un narrador que hace del relato la crónica de una época, del contraste entre dos estilos de vida muy estadounidenses y del inaprensible vaivén de los sentimientos cuando el amor se torna esquivo, ambiguo o caprichoso.

Con el jazz siempre de fondo, y esta vez aún más al estar justificado por la época; con la estilización y sofisticación, no solo del vestuario y decorado propios del periodo, sino de ese tipo específico de personajes pertenecientes al mundo del espectáculo o de la alta sociedad; y para ajustar la delicada y fascinante belleza de todo el conjunto, otro genio, esta vez de la luz y la composición: el director de fotografía Vittorio Storaro, quien le dio ese acabado de romance y evocación que el relato requería.

No es la mejor película de este entrañable cineasta, ni tampoco sorprende mucho con hondas revelaciones ni grandes temas, pero es en los detalles, en los matices y las inflexiones de ese discurso que le conocemos de sobra, donde se encuentra todavía el encanto de unas historias, personajes y universos que nunca dejan de ser ingeniosos y estimulantes.

 

Publicado el 6 de noviembre de 2016 en el periódico El Colombiano de Medellín.

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