Anatomía del gag (y de la lágrima)
Oswaldo Osorio
La edición 331de la Agenda Cultural de la Universidad de Antioquia celebra el centenario de La quimera del oro, de Charles Chaplin, un dossier con seis escritos sobre esta gran obra y su mítico autor. Este texto es uno de ellos.
Un gag es un chiste visual, es decir, la base sobre la que se fundó todo el slapstick, como se conoció a la comedia muda estadounidense. Parece redundante decir chiste visual en plena época del cine silente, porque ¿de qué otra manera podía ser?, pues, en realidad, eventualmente también había chistes escritos en los intertítulos, y no faltó quienes, en complicidad con la banda o el simple piano que acompañaba las proyecciones (además, hubo películas con partitura), algún gracioso guiño entre imagen y sonido también hicieron. El caso es que toda comedia tenía al gag como su materia prima, incluso muchas veces el argumento era solo una débil excusa para hilar una serie de ellos, los cuales podían ir desde los más básicos, como la caída, la patada o el tortazo, hasta los más elaborados, como cuando intervenían muchos actores o se fabricaban artefactos.
Entre el cortometraje Mabel's Busy Day (1914), donde Chaplin apenas es un coprotagonista de la entonces estrella de la productora Keystone, Mabel Normand, y La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), un costoso largometraje donde el cómico es el hombre orquesta, hay toda una rica historia de la evolución del gag. En la primera película, Chaplin, ya con su bombín y bastón de caña, pero todavía no completamente caracterizado como el mítico vagabundo Charlot, lo único que hace es caer, tumbar, golpear y ser golpeado. Esa era la esencia de aquella caótica (y violenta) comedia de los primeros años. Pero eso empezó a cambiar con Charles Chaplin, por tal razón, muy pronto su nombre estuvo en el título de las películas y el de Mabel solo en los créditos.
En La quimera del oro, en cambio, se puede encontrar toda una gama de gags, desde los más sencillos, como una caída; hasta los complejos, basados en artefactos. Y decir sencillo no quiere decir tampoco rudimentario, como el mero golpe que tumba al oponente. Porque el genio cómico de Chaplin empezaba por ahí, por la simpleza de un gesto que, concebido con ingenio y ejecutado con gracia, se convertía en un gran gag.
Esta película empieza con dos gags sencillos, pero muy graciosos, cada uno a su manera: el primero se funda en mostrarle al espectador lo que no ve el personaje. En este caso Charlot camina despreocupado por un risco. La primera parte del gag es la torpeza y desparpajo con que se pasea por la peligrosa cornisa natural que da al vacío; y la segunda parte, es cuando un gran oso lo empieza a seguir. El gag obvio sería que se diera vuelta y brincara del susto y saliera corriendo, pero Chaplin hace lo inesperado: cuando voltea su personaje, el oso ya ha entrado a otra cueva sin ser avistado y él continúa su camino, haciendo de la ignorada amenaza ese impensado momento cómico que solo vio el espectador. Es como un gag secreto. El segundo gag es aún más simple, porque es una caída: Charlot se detiene un momento para mirar el horizonte incierto hacia el que se dirige y se apoya en su bastón, el cual se hunde inmediatamente en la profunda nieve, haciéndolo caer de bruces, pero de inmediato se incorpora con ese gesto de dignidad que siempre conserva (en toda su obra), sin importar que nadie lo estuviera viendo en tan desolado paraje. Solo fue una caída, pero concebida con inteligencia y una calculada trayectoria.
El gag más complejo, y el más sorprendente, por supuesto, es el de la cabaña en el precipicio. El gag depende esta vez de un gran artefacto, la cabaña misma, la cual se balancea en el borde amenazando con llevarse al vacío a sus dos ocupantes. Es un gag lleno de capas de distinta naturaleza y nivel. Lo primero, es que está cargado de tensión por el riesgo de muerte, que inicia con la imagen de la cabaña arrastrada por la nieve y recalando en un insólito borde, sostenida por una simple cuerda. Parece más uno de esos dibujos animados infantiles que no se rigen por las leyes de la física. Pero esa tensión es alivianada por lo cómico de la actitud de sus personajes: Charlot que explica el balanceo del piso porque se cree con los efectos de la borrachera de la noche anterior, sin importar que su sobrio amigo también lo sienta; luego, viene el vaivén de la cabaña cuando ambos se pasean de un lado a otro, sin saber del peligro que corren, aunque el espectador sí y esto es lo que causa gracia; después, toda la edificación queda inclinada con la puerta dando al vacío, y viene la divertida desesperación de tratar de salvarse y, al tiempo, ayudar a su compañero; seguidamente, Jim celebra su salvación y se olvida del angustiado Charlot; para, finalmente, salvarlo dramáticamente en el último instante. Se trata de una escena hilarante y con mucha elaboración, donde la actuación, los movimientos de cámara, la manipulación de la construcción y los modelos a escala intervinieron en sus memorables ocho minutos de duración.
Hay otros tres artefactos. Mucho más simples, pero igual de ingeniosos y eficaces para crear humor. El primero, es el zapato cocido, un gag cuyo culmen es el gesto de Charlot enrollando el cordón cual espagueti y chupándose los clavos como si fueran huesos, para rematar haciendo de uno de ellos un fallido hueso de la suerte; el segundo, es el pollo gigante en que se convierte Charlot ante la desorbitada mirada de un hambriento Jim; y el tercero, la danza que ejecuta Chaplin con un par de tenedores y unos panecillos. Entonces, el uno está definido por la optimista mentalidad del sobreviviente, el otro por el famélico delirio y el último por el ingenio ternurista del tímido seductor.
Por otra parte, esta película está claramente dividida en dos líneas argumentales que apenas las une la presencia de Charlot: la de la montaña, asociada a la búsqueda de riqueza, y la del pueblo de mineros, relacionada con la búsqueda del amor. En el pueblo la comedia cede un poco ante el drama y la adversidad, por eso esta parte es menos rica en gags y hasta en la calidad de estos. Hay unos un poco forzados, como el improvisado zapato en llamas; otros nada originales, como cuando se revuelca de felicidad entre las plumas de una almohada y entonces entra Georgia; algunos que apelan al patetismo, como ocurre cuando por accidente baila amarrado a un perro; o incluso uno poco frecuente en este periodo de madurez creativa, el gag basado en el engaño, que sucede cuando limpia la nieve de una puerta y la tira a otra, para poder cobrar por el trabajo. El Charlot mezquino y pendenciero ya para este momento era cosa del pasado.
Así que estando en el pueblo la pobreza arrecia y el amor por Georgia, no solo es esquivo, sino un poco patético, pues ella nunca lo toma en serio, incluso lo usa y busca mofarse de él. Charlot solo es feliz cuando sueña con una cálida y alegre velada y cuando equívocamente cree que ella le envió una nota de disculpa. Es decir, una felicidad falaz. Este componente dramático ya empezaba a ser importante en la narrativa central de Chaplin. Apelar a la emoción de situaciones adversas, y hasta crueles, para su personaje, eran comunes para conmover al espectador al punto de la lágrima, al tiempo que estos momentos se alternaban con los gags.
No obstante, este componente dramático, extrañamente, no tiene en esta película esa vocación de crítica social y hasta política que ya definía su cine desde hacía muchos años y que sería más enfática en sus largometrajes posteriores, especialmente en Luces de la ciudad (1931), Tiempos modernos (1936) y El gran dictador (1940). Tal vez someramente se pueden identificar ideas como la vulnerabilidad de los débiles ante los más fuertes, el drama de soportar las penurias o la voluntad de persistir hasta salir adelante. Pero en ningún momento está esa intención de abordar grandes temas con el propósito de cuestionarlos y crear conciencia entre la audiencia. Incluso hasta podría verse como una obra más bien individualista, donde su autor y protagonista buscan el beneficio propio haciéndose a esos dos grandes capitales de la vida: el dinero y el amor. Por eso no se puede desconocer que la anterior película de Chaplin, la magnífica e ignorada Una mujer en París (1923), su primer melodrama y donde ni siquiera actuó, fue un fracaso de taquilla y su conflicto central es, precisamente, el dilema entre el dinero o el amor.
Estos últimos párrafos parecen denostar un poco la película, pero más bien es no cegarse ante la idealización de la gran obra maestra que sigue siendo un siglo después. No es necesario idealizarla, pues con sobrados méritos aún es esa pieza definitiva de la comedia muda, la cual está fundada en tres de los pilares del cine de Charles Chaplin: los gags, la ternura y la búsqueda del amor. Se trata de una película bella, inteligente, hilarante, ingeniosa, emotiva, estimulante, sofisticada, incluso megalómana si se conocen los pormenores de su producción. Chaplin veía en el poder de la risa y las lágrimas un antídoto contra el odio y el terror, esta película es producto de esa convicción.
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