La vida en la calle

Por Oswaldo Osorio

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La marginalidad desde hace mucho tiempo ha hecho parte de una posible definición del cine colombiano. Aunque hubo cuando esa marginalidad fue sinónimo de pornomiseria, esto es, la explotación de este tema con el único fin de impactar y vender por vía del sensacionalismo de propios y extraños. Pero ya son muchos los cineastas, empezando por Víctor Gaviria por supuesto, que se han acercado a este mundo sin prejuicios, con una mirada atenta más que curiosa y con una vocación de comprender su universo más que usarlo como excusa para contar una historia.

El otrora actor y ahora director Juan Fisher, se aventura a un acercamiento a este tema en una historia que tiene algunos elementos en común con su primer filme, El séptimo cielo (1999), una película que se desarrolla también en un universo marginal, el de los latinos en Nueva York, e igualmente con un personaje central cruzado por la desventura. También ambas películas evidencian a un director honesto con sus temas e historias y con talento para crear universos urbanos y unos personajes que en su construcción y en las relaciones que establecen con los demás, nos revelan algo de esos universos.

En este nuevo filme, si bien podría verse como un tanto forzado y trillado el camino que eligió Fisher para entrar al mundo de la gente que vive en y de la calle (un político que queda con amnesia), es capaz de sostener con su narración y sus personajes la lógica de su historia. De hecho, la clave del relato está justamente en ese gran contraste que hay entre el personaje que vemos en los primeros diez minutos, el político elitista y corrupto, y ese otro en el que se va convirtiendo al contacto con el mundo de la calle y su gente luego del "borrón y cuenta nueva" de su memoria.

Los dos personajes que conoce en la calle, el travesti que lo rescata y el reciclador que le salva la vida, son la cuota de humanismo de la historia, sobre todo el travesti, quien a pesar de ser interpretado por una mujer, Laura García (¡Qué diferencia con Florina Lemaitre en La estrategia del caracol !), resulta no sólo convincente sino algo así como la conciencia de ese universo. En el caso de Hernán Méndez, más que molesto, resulta como un guiño simpático verlo haciendo el mismo personaje de La primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2003), pero el caso es que funciona muy bien en la historia y eso es lo importante. Incluso el toque macabro-jocoso de los asesinos de indigentes, le da más color y dinamismo al relato por vía de la ironía y el humor negro.

Pero a pesar de lo dicho, que vale para casi toda la película, al acercarse al final todo se viene abajo. Tanto es que por un momento hasta pareció que se hubieran saltado un rollo en la proyección. Y es que en cuestión de cuatro escenas avanzan la historia por años y la terminan. Por eso es inexplicable que, luego de que la madre encuentra a Miguel, solucionen la situación con una simple frase y se olviden de lo más trascendental de la historia, que es encontrar a Miguel. Después se rehabilita, recoge al travesti de la cárcel (Que si sabía que éste estaba allí por su desaparición, ¿entonces por qué no había ido antes?), se despide de su antigua novia y se acaba la película. Un desenlace hecho con tres brochazos rápidos, gruesos y casi carentes de lógica.

Pero cuando este inconsecuente final llega para decepcionar, ya uno tiene el sabor de estar viendo una película con fuerza y solidez, tanto en su historia, personajes como en el universo que recrea, una película que pone su lupa en la marginalidad de la gente de la calle, sin olvidarse de dejarnos ver de fondo los reflejos del país corrupto y violento del que hacen parte. Y aunque no parezca una cinta muy vistosa visualmente, incluso un tanto imperfecta, su concepción visual en clave realista resulta por completo consecuente con el tema, otra razón de más para reconocer las intenciones honestas y serias de un director que promete y que hasta parece perfilarse como un verdadero autor de cine.

Publicado el 31 de agosto de 2007 en el periódico El Mundo de Medellín.

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