El cine del alucine juega en otra liga

Por Oswaldo Osorio Image

Esta película es como esas bofetadas que “el duende”, uno de sus personajes, les pega a las mujeres, que en lugar de causar dolor resultan ser un gran placer. Y es que este esperado segundo largo de Felipe Aljure es una poderosa descarga de imágenes y sonidos que satura los sentidos, con una vertiginosidad narrativa casi agotadora, un agudísimo humor que deja contraído el estómago y una sardónica crítica que da dolor de país, y sin embargo, es imposible no celebrarla como uno de los mayores placeres cinematográficos en la historia de Colombia.

Aunque justamente por esta suerte de contradicción, será sin duda una de esas películas que se odian o se aman con fervor. Quien piense en el habitual cine colombiano o quien busque en las películas mesura, profundidad reflexiva y el cómodo lenguaje convencional de fácil lectura, seguramente hará parte de los odiadores. Y es que esta película exige que el espectador se sintonice con una lógica y unos códigos distintos a los que lo tiene acostumbrado (a veces alienado) gran parte del cine que se hace actualmente, ya sea de Hollywood, independiente o europeo, ya sea de género o de autor, incluso el tan de moda hoy cine oriental.

Ante una desbordante película como ésta uno debería sólo abandonarse a las sensaciones, a la experiencia estética y emotiva que proporciona, pero la tentación de racionalizarla hace parte de la fascinación que despierta. Esa racionalización tiene que ver con identificar esa lógica y códigos distintos a partir de los cuales está construido y se puede comprender realmente este alucinante filme. Lo de alucinante lo define muy bien, pero también lo postmoderno, y ésa es justamente la lógica que lo explica. Puede que el concepto de postmodernidad para muchos esté muy manoseado, mientras que para otros siga siendo demasiada ambiguo e inasible, pero como se verá, la película tiene todas las características de esta -ya no tan nueva- forma de concebir el mundo y la creación artística.

Dinero fácil, el sueño colombiano

Este universo postmoderno está constituido por dos triángulos amorosos, cien mil pepas alucinógenas del color de la bandera colombiana, una erótico-emisora  móvil, un poeta metido a sicario por herencia y un grupo de personajes tirando cada uno para su lado, buscando su propio beneficio, así mismo como en La gente de La  Universal, la opera prima de Aljure. Y claro, la corrupción y el país del Divino Niño de fondo, con su descarado cinismo y amoralidad. Todo este caleidoscópico circo nacional está en función del colombian dream, no de la tienda de video que en la película tiene este nombre, sino del “sueño colombiano”, que no es otro que el dinero fácil por vía de la venta de droga. Pero si ése es el colombian dream, el colombian way of life es lidiar con las problemáticas consecuencias que conlleva ese dinero fácil, y en esta historia todos pagan en mayor o menor medida esas consecuencias. Con este panorama ya están servidos los personajes y sus relaciones, así como sus motivaciones y conflictos, ahora falta entender cómo y por qué este autor le dio tan insólito tratamiento a una temática y unas situaciones ciertamente familiares y transitadas en el cine colombiano.

Ya en La gente de La Universal (1993) Felipe Aljure evidenciaba una mirada poco ortodoxa para abordar sus historias. No era la concepción cinematográfica de quien aprende el lenguaje del cine y muy aplicadamente lo pone en función de un relato, como tan frecuentemente hace nuestro cine, sino que en aquella película hay búsqueda, ingenio y hasta subversión. En este segundo filme esas características han confluido en una deslumbrante pieza que resulta compleja y contradictoria en los elementos que la componen, una obra apologética con la libertad expresiva y que tiene una mirada determinada por la exaltación de la subjetividad. Todas estas características definen la vocación posmoderna de este filme, independientemente de si su autor fuera consciente de ello o no, porque es la crítica la que, en últimas, tiene por oficio clasificar, definir y nombrar lo que los artitas hacen muchas veces por pura intuición. En este sentido hay una contradicción más en este filme: su elaboración se antoja tan intuitiva como cerebral. 

De un lado, la intuición está en la concepción de ese universo un tanto bizarro y abarrotado de color, subjetividad, distorsión, equívocos, traiciones y desamores con amores.  Mientras que la cerebralidad está en los hilos que tejen ese universo que aparentemente está tan dislocado visual, emocional y argumentalmente. Ese tejido, para insistir en el carácter postmoderno de esta obra, es de naturaleza intertextual, disperso si se quiere, por la forma como entrecruza el triángulo amoroso de los adolescentes con el triángulo de los adultos, así como por la incorporación de otros personajes y situaciones que comentan y amplían esos dos triángulos cosidos con pepas, pero que en gran medida podrían funcionar sin el contexto general. También funcionan como intertexto esos delirantes video clips con letras de lengua aguda y mucho ritmo, piezas que marcan un alto en el relato y, como si fueran activados por el clic de un mouse, abren otro relato completamente distinto y en otro formato pero con ciertos puntos de contacto con el principal. Aunque en el aspecto que más se evidencia esa naturaleza intertextual del filme es en el manejo del tiempo. Ya no se trata de la concepción del tiempo realista y coherente del relato clásico, sino que las distintas partes, a pesar de tener esos puntos de contacto y que se desarrollan simultáneamente, manejan cada una su tiempo, haciendo imposible pensar en una total sincronía entre ellas.

Esa ausencia de realismo del tiempo se extiende al resto de la obra. No es que se trate de una historia irreal o fantástica, sino de otra realidad, más flexible, menos ceñida al mundo real y más al mundo de la subjetividad, de la imagen misma y de referencias a otras realidades: la alucinante, la poética, la mediática, la de la imaginería popular y la del propio cine. Por eso, como todo discurso postmoderno, no hay límites de géneros o de esquemas, y en consecuencia, esta película puede ser al mismo tiempo una cinta de gángsters, una historia de amor(es), puede ser realismo mágico y cine de vanguardia. Su “estructura” parte de la hibridación, la fragmentación y la negación del discurso sistemático y unificado propio de la modernidad y del clasicismo cinematográfico. Así que resultaría un despropósito descalificar esta película a partir de la misma concepción del cine con que, por ejemplo,  se celebró Confesión a Laura (Jaime Osorio, 1990).

Ética y/o estética

Otro distintivo de la postmodernidad, que se antoja como el más evidente en El colombian dream, es que la palabra le cede su preponderancia a la imagen. Es cierto que en esta película se dicen muchas cosas, los personajes hablan sin parar y la voz en off del niño muerto llena los demás espacios, pero la contundencia, saturación y exuberancia del tratamiento visual reclama todo el protagonismo. El pastiche postmoderno es la clave estética, es decir, no hay clave estética definida, no hay un estilo específico. La paleta usada es la del alucine, la del sueño, la del kitsch, la del video experimental, la mediática, en fin, un raudal incontenible de imágenes que ponen en juego todos esos recursos que el cine habitualmente usa para dar cuenta de estados y percepciones desequilibrantes y anómalas: lentes gran angulares que distorsionan permanentemente la imagen, inquietos movimientos de cámara, ángulos insólitos, virados de colores, solarizados y un derroche de colores vivos que contrastan con el brillo solariego de Girardot, donde se desarrolla la historia. Incluso la película utiliza una cámara que registra la temperatura del cuerpo… ¡y pensar que se creía que ya se habían visto todas las posibilidades de mostrar una escena de sexo!

Ahora, con esta descarga visual en el centro de todo, los planteamientos morales del filme quedan en entredicho. Se supone que está hablando de los males del país (narcotráfico, corrupción y muerte), pero la historia y sus personajes no muestran atisbo de dimensión moral alguna. Se diría que son sólo monigotes en función de un relato y con un elemental móvil, el dinero fácil, y que no hay reflexión alguna de sus actos. Sin embargo, si se vuelve a aplicar la misma lógica propuesta por este texto, la del discurso posmoderno (y un relato de cine es un discurso, no es la realidad), se puede ver que éste habla del fin de la utopía y de la muerte del sujeto. Así mismo, ese formalismo, traducido en una visualidad avasallante, es consecuencia de la separación entre ética y estética, de manera que esta concepción del arte aparece como vacía de contenido moral. Si alguna vez la filosofía unificó la ética y la estética, si Godard afirmó que un travelling es cuestión de moral, ahora parece completamente lógico pensar todo lo contrario, y esta película es un buen ejemplo de ello.

En los últimos años ha habido una racha de películas colombianas que abordan frontalmente la conflictiva realidad colombiana, en especial el narcotráfico y sus consecuentes males. Haciendo oídos sordos a las obtusas voces que señalan una estigmatización de nuestro cine con estos temas, pues existe igual o mayor número de películas que tratan tópicos distintos, una de las tantas razones que explican este fenómeno es que nos encontramos en el periodo en que el cine ya puede (o mejor, lo dejan) tocar estos temas y está en función de explicar y exorcizar esos demonios, además, ya cuenta con la perspectiva temporal para hacerlo mejor. Pero la película de Felipe Aljure no hace parte de este cine, podría verse más bien como parte de una nueva generación de películas que más que asumir con gravedad estos temas, pretende desmitificarlos, darles un giro y usarlos con otros propósitos. Soñar no cuenta nada (Rodrigo Triana, 2006), por ejemplo, pasa de lado por el conflicto colombiano y las implicaciones morales de la historia, para concentrarse en los aspectos más complacientes de la anécdota y crear una cinta con una respetable intención de ser entretenida. Así mismo, El colombian dream rechaza conscientemente cualquier dimensión de trascendencia y le apuesta al juego, a la ironía, incluso al cinismo. Por eso mismo se ganará la animadversión de muchos, porque es una película que empezó a jugar en otra liga muy diferente, una liga que para disfrutarla hay que tener la mente abierta para entender sus reglas de juego, el cual ha cambiado en todos los niveles: moral, estético y discursivo. 

Publicado en octubre de 2006 en la revista Kinetoscopio No. 75

RECIBA EN SU CORREO LA CRÍTICA DE LA SEMANA