La familia se escoge

Oswaldo Osorio

Rara vez una ciudad es una sola en su identidad, puede ser muchas. En esta película está la Medellín de los barrios marginales, aquella que muchos apenas conocieron con Rodrigo D, donde proliferan los jóvenes sin muchas oportunidades y que terminan decantándose por la violencia o por otras alternativas, como la música, igual que en la película de Víctor Gaviria. Pero también está la ciudad forjada por unas realidades e imaginarios, como ser una suerte de ciudad de las flores, tanto por esa visibilidad que le da su feria y su clima como por la fuerte conexión que su gente y su cultura tienen con el campo.

Esta segunda película de Henry Rincón –ya había hecho Pasos de héroe en 2016– tiene la virtud de conectar estas dos ciudades sin forzadas peripecias y, en cambio, sí uniendo relaciones vinculantes de esa diversa identidad. Tato es un joven improvisador de hip hop que debe huir de su barrio por amenazas. Solo tiene en la vida a sus dos amigos y un abuelo que no conoce y donde termina refugiándose. El contraste entre el joven rapero y el viejo silletero se hace evidente y es el contrapunto que mueve buena parte del relato.

Pero esta historia con esas dos generaciones contrastadas tiene una particularidad, a diferencia de la mayoría de relatos con este esquema, y es que no hay mucho conflicto entre los dos personajes, todo lo contrario, desarrollan una relación armónica y hasta complementaria. Esto cambia enteramente el tono a la narración, pues luego de venir de un universo urbano cargado de desamparo, violencia y zozobra, este otro se muestra sosegado, reparador y hasta idílico. Es como una nostalgia por el campo y todo lo que representa, sin la contaminación del bullicio, el hacinamiento y la hostilidad de los temperamentos que representa la ciudad.

A esta historia de entendimiento por vínculos de sangre se suma la del amor fraterno, pues la relación que Tato tiene con Pitu y la Crespa es una historia de amistad dinámica y entrañable. Es la única vía que muchos jóvenes en contextos de marginalidad tienen para pertenecer a una familia, como lo corrobora el plano final de la película. Y aun así, el relato no termina siendo halagüeño en este sentido. Es como si su guionista y director insistiera en privilegiar el campo idealizado ante la desesperanza de la ciudad y sus pesares.

Es la ciudad de las fieras, el campo de los abuelos y la película de los contrastes, porque esa oposición entre el campo y la ciudad, entre la juventud y la vejez, y entre la existencia y desarticulación de la familia es la principal impronta de esta obra. Es con esos contrastes que plantea sus ideas sobre Medellín y sus personajes y con lo que mueve los hilos de una narración siempre activa y bien armada, así como de unas imágenes que saben mostrar lo mejor y lo peor de cada universo, sin efectismos y con un acertado sentido plástico.

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