A propósito del X Festival de Cine Colombiano de Medellín

A propósito del X Festival de Cine Colombiano de Medellín, que se realiza entre el 27 y 31 de agosto, se escribió este texto para el catálogo del evento, el cual cuenta con otros escritos que abordan, desde diferentes aspectos, este decenio del cine nacional que coincide con la edad del Festival.

Por: Oswaldo Osorio

El cine colombiano no es una categoría, aunque una concepción generalizada del término así lo haga parecer. Todo lo contrario, es diverso en sus temáticas y heterogéneo en sus propuestas cinematográficas, lo cual no excluye la posibilidad de identificar unos patrones en los universos que construye y unas tendencias en los discursos estéticos y narrativos por los que han optado sus cineastas. Este texto pretende dar cuenta de esos patrones y tendencias en el cine de la última década, de acuerdo con lo que se puede concluir de los 98 largometrajes de ficción realizados entre los años 2002 y 2012*, y a partir de esto sugerir un balance del devenir del cine del país durante este periodo.  

El punto de partida es el salto cuantitativo que se ha dado con respecto a la anterior década. Gracias a la ley de cine, principalmente, en Colombia se ha pasado a producir en promedio diez películas por año (una media que va en progresivo aumento). De manera que, en este caso, cantidad implica calidad, tanto por ley de probabilidades como por el oficio ganado por la gente del cine como consecuencia de la dinamización del medio. Y entre ese casi centenar de cintas se puede hablar de aproximadamente un tercio de títulos que alcanzan un buen nivel y son significativos.

Estamos hablando de títulos como La primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2002), Sumas y restas (Víctor Gaviria, 2005), El colombian dream (Felipe Aljure, 2006), Perro come perro (Carlos Moreno, 2008), Los viajes del viento (Ciro Guerra, 2009), Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), Silencio en el paraíso (Colbert García, 2011), Los colores de la montaña (Carlos César Arbeláez, 2011), La Sirga (William Vega, 2012), entre muchos otros. Son películas que en su mayoría tienen que ver con la realidad del país y que fueron realizadas tanto por directores veteranos como por noveles realizadores y generaciones intermedias.

Cintas que abordan grandes temas, pero que también recurren al intimismo, a los géneros y son realizadas en las distintas regiones del país. Estas características generales de lo mejor del cine colombiano de la última  década están también presentes en el resto de las películas, no obstante, lo que las diferencia, además de la calidad, es su recorrido por los festivales internacionales y algunos reconocimientos de importancia, pero sobre todo, se destacan en ellas las miradas personales, el honesto compromiso con el tratamiento de sus temas, algunas audacias formales y, en unos cuantos casos, el riesgo narrativo y dramatúrgico.

Mucho más que tiros y coca

Por otra parte, es necesario aclarar que esta diversidad y heterogeneidad del cine nacional se impone ante la supuesta saturación de los temas relacionados con violencia y narcotráfico. Los cuestionamientos por los temas del cine colombiano tienen que ver con el desconocimiento del grueso de la producción del país y, consecuentemente, con la incapacidad del público y los opinadores de diferenciar el medio cinematográfico del televisivo. Lo cierto es que de ese corpus de películas, menos de la mitad tienen relación con la realidad y el conflicto. Entre estas dos coordenadas hay de todo un poco: cintas que abordan los problemas de orden público (en especial lo tocante a la guerrilla y sustancialmente menos a los paramilitares) y sobre el narcotráfico hay solo un puñado de títulos y otras pocas cintas sobre marginalidad y delincuencia común.

Este es un cine generalmente contado desde las víctimas, cuando es orden público (La primera noche, Pequeñas voces), y desde sus protagonistas, cuando habla de los narcos (El arriero, El Rey), quienes además son presentados con una vida marcada por la zozobra y la impunidad, en unos casos, y por su destino de violencia y muerte, en otros. Así mismo, cuando estos filmes se refieren a la marginalidad, son historias signadas por la fatalidad, aunque la mayoría de sus personajes nunca pierden la esperanza de que todo vaya a mejorar.

Igualmente, en estas películas de realidad y conflicto es evidente la ausencia del Estado y la corrupción a todos los niveles que lo cruza todo (Rosario Tijeras, Perro come perro), especialmente como consecuencia del imperativo del dinero fácil y el poder (y este solo se quiere para tener dinero y en ciertos casos placer). En definitiva, es en estos tópicos donde están los grandes relatos del cine colombiano, con significativas películas que tienen muy claro su papel cuestionador sobre los problemas del país, aunque algunas que no se deciden a tomar mucho partido, pero casi todas dejan siempre sensaciones inquietantes en el espectador.

Pero también industria

Por otra parte, en una cinematografía que ha buscado siempre ser industria, el camino natural es hacer cine de consumo. No obstante, a juzgar por apenas esa treintena de películas que fueron concebidas con la expresa intensión de ser productos comerciales, pareciera que gran parte de los realizadores tienen la pretensión de hacer obras que trasciendan.

Como apenas es de esperar, la mayor parte de estas cintas de consumo apelan al gancho seguro de las comedias y solo algunas al cine de género, en especial el thriller, a partir del cual se suelen tocar temas fuertes pero tratados de manera estilizada o superficial. Aunque solo las de género tienen alguna búsqueda expresiva, porque las demás son contadas con el trámite del lenguaje audiovisual más básico. Salvo unas poquísimas excepciones, todas estas películas tuvieron el éxito esperado, o al menos moderado, y generalmente es cine bogotano muy ligado a la televisión, por eso solo unas cuantas alcanzan levemente a trascender su objetivo inmediato, consiguiendo parcialmente ese ambicionado equilibrio entre arte e industria tan escaso en el cine colombiano.

Ahora, entre esas dos decenas de comedias (la mitad salidas de la factoría de Dago García), casi todas apelan a la comedia populista, un humor no muy elaborado ni ingenioso, más de diálogos que de situaciones o de gags y que tienen como referente preferiblemente a Sábados felices, antes que a los Monty Phyton (El carro, El Paseo, Mama tomate la sopa). La mayoría de estas cintas tratan de hacer comedia sobre el presupuesto de conocer cómo somos los colombianos y a partir de esto crean arquetipos fáciles y falsas idiosincrasias (Mi gente linda, mi gente bella). Además, generalmente construyen sus tramas sobre los imperativos del amor/deseo y el dinero/supervivencia.

Pero independientemente de lo cuestionables que puedan parecer estas características, el cine de un Dago García es importante y necesario para una cinematografía que piensa en industria, solo que se debe tener en claro la diferencia entre cine de entretenimiento y lo que podría llamarse muy gruesamente cine de arte, para no caer en el error de juzgar el uno con los parámetros del otro.

En una proporción equivalente a las comedias se presenta el cine de género. Salvo por dos cintas de horror (Por quien lloran las campanas y Al final del espectro), en su totalidad son thrillers, algunos de ellos relacionados con las problemáticas del país, principalmente el narcotráfico y el orden público. Unas pocas se ajustan a las convenciones históricas de los géneros (El Rey, Saluda al diablo de mi parte, La cara oculta) y otras le apuestan a la posibilidad de adaptar estas convenciones al contexto y las particularidades del país, lo cual unas consiguen con éxito (Perro come perro, Póker, 180 segundos) y otras de muy forzada manera (Esto huele mal). Es necesario concluir este aspecto diciendo que si bien el cine de género facilita el contacto con las grandes audiencias, esto no ha sido garantía de taquilla en Colombia, aunque varias tuvieron un considerable recaudo.

Coproducciones, regiones y audacias

Otra alternativa que siempre ha sido ensayada por el cine nacional, las coproducciones, también representó un considerable grupo de películas en esta década. Los resultados fueron irregulares, tanto en calidad como en éxito comercial. En general son obras que no se involucran mucho con los temas graves del país, que acusan una tendencia a contar historias de amor y no necesariamente tienen pretensiones de ser de consumo masivo. La mayoría son cintas que la nacionalidad de colombianas va por cuenta de los porcentajes de producción y algunas por los temas, pero la mirada es extranjera cuando dirige y escribe alguien foráneo (María llena eres de gracia), más todavía cuando se realizan por fuera (Contracorriente, Rabia, Pescador).

Otro de los aspectos que desde hace tres décadas ha definido el cine nacional es que se trata de un cine de regiones. Aparte de las películas realizadas en Bogotá (que en términos de identidad no son de aquí ni son de allá, sino una construcción artificial o ecléctica, muchas veces bajo la sombra  de la televisión), solo una quinta parte de nuestro cine procede de otras regiones.

Continúan destacándose las tres de siempre, con una cada vez más amplia ventaja de las producciones caleñas, pero con un cine más heterogéneo entre sí, a diferencia del realizado en Medellín, que sigue muy definido por las problemáticas sociales y el realismo apuntalado en los actores naturales, más la figura tutelar de Víctor Gaviria. El cine costeño, por su parte, mantiene un nivel regular tendiendo a deficiente y tiene un marcado interés en las historias de amor y pasión.

Y como colofón para este aspecto, en el periodo en cuestión se constata una tendencia iniciada hace dos décadas: el cine rural ha cedido casi todo el protagonismo al cine urbano, y de ese grupo de películas que se ubican en el campo o los pueblos, la mitad tienen que ver con el conflicto y las otras exploran historias intimistas o de amor, además, son filmes que hacen del espacio un protagonista, el cual se refleja en la historia y su concepción visual (Los viajes del viento, El vuelco del Cangrejo, Sofía y el terco).

De otro lado, en lo que todavía sigue siendo muy tímido el cine colombiano es en las búsquedas estéticas y narrativas. Este ha sido un cine con una tradición clasicista y arriesgar formalmente (incluso en sus temas) es un asunto reciente. Si acaso poco más de una docena de películas en estos diez años se han atrevido a explorar formas alternativas del lenguaje cinematográfico. Son más las búsquedas narrativas (Apocalipsur, El vuelco del cangrejo, 180 segundos) que las visuales (El Colombian dream, PVC-1, Gordo calvo y bajito), aunque nada demasiado novedoso en relación con el cine mundial. Además, normalmente son filmes castigados por el público y a veces incomprendidos por la crítica. Pero lo que sí es un hecho, es que casi ninguna lo hace por una suerte de esnobismo, sino por una auténtica búsqueda y necesidad para con lo que quieren decir.

Tal vez se podrían seguir exponiendo otras características más específicas, como la representación del universo femenino o las diferencias entre los realizadores veteranos y los más jóvenes, pero hasta aquí están planteados gran parte de los aspectos que pueden ayudar a entender los procesos del cine nacional de la última década, la mejor de su historia, sin duda.

Este buen momento permitió hablar de un renacimiento del cine nacional y hasta del concepto de un Nuevo Cine Colombiano, pero ni lo uno ni lo otro, porque esta cinematografía nunca ha muerto sino que está definida por sus discontinuidades, y tampoco tiene una unidad que la defina como movimiento, aunque sí es un cine cada vez más vital, dinámico y estimulante.

*Hasta el mes de agosto. 

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