No es cierto que todo es desierto

Por Oswaldo Osorio

Al Festival de Cine de Cartagena normalmente no se iba a ver cine colombiano. Se iba a ver cine español, argentino o mejicano, la película de Lombardi que siempre salva una jornada de cine irregular o algún filme extraviado de países como Uruguay, Bolivia o Guatemala. El cine colombiano sólo hasta el año pasado impuso su presencia con siete largometrajes. No se le prestó mucha atención a esto porque se sabía que no era la producción de un solo año sino de, al menos, siete años. Total, se seguían produciendo una o dos películas anuales, lo demás era casualidad, ilusión de la perspectiva temporal. Pero en esta edición 42, el Festival no sólo presentó cinco películas producidas total o parcialmente en Colombia, sino que en su publicación oficial anunciaba una docena de películas colombianas en proceso. Es como para entusiasmar al más escéptico.

Claro que si algún día superamos la cantidad con cierto decoro, si la guerra, la corrupción y la envidia nos deja inventar una industria de cine, todavía quedaría la calidad, y en eso también parece que hay buenas perspectivas, aunque tampoco al grado de entusiasmar. Es cierto que nunca faltan los optimistas, pero ya los pesimistas se encargarán de ellos. Tanto unos como otros pueden ser peligrosos para un cine tan endeble y azaroso como el nuestro, pero en este Festival descubrimos, con indignación y sorpresa, que existen otros todavía más peligrosos: los que no le ven al cine colombiano ni sus virtudes ni sus defectos, simplemente lo ignoran, lo declaran desierto. A la “crítica especializada” en Cartagena (de la que no hacen parte todos los críticos, ni toda es especializada), se le ocurrió, en un gesto sólo comprensible a la luz de la arrogancia y la falta de criterio, que por la irregularidad en la calidad de las cinco producciones colombianas que se exhibían en el Festival, debía declarar desierta la elección de mejor película nacional. Un juicio como éste, que pasa por encima de las grandes virtudes de un filme como La virgen de los sicarios (Barbet Scrhoeder, 2000) y de otro tan respetable en su propuesta como La toma de la embajada (Ciro Durán, 2000), sólo se puede calificar de malintencionado. Sobra decir más.

Pero este texto no es para hablar de estas dos películas, pues ya buena pasión y tinta se les ha dedicado en otros espacios de esta revista. Baste decir que la película de Schroeder es de una belleza y contundencia tal vez sólo superada por el libro de Vallejo, y del filme de Durán, que aborda un episodio de nuestra historia con integridad en su tratamiento y buen pulso en su construcción. Por las otras tres películas colombianas si resulta difícil poner la mano en el fuego, pero de una de ellas, Siniestro (2000), de Ernesto McCausland, algunas cosas se podrán rescatar; aunque de Juegos bajo la luna (2000), de Mauricio Walerstein, y Desasociego (2000), de Guillermo Álvarez, resultará difícil hablar sin sucumbir a la tentación de sacar la caja de truenos:

Mundo costeño

La película de McCausland, Siniestro, es una película regional que tiene sentido en tanto fue realizada pensando en la geografía e ideosincracia de la Costa Atlántica colombiana. Es una película de costeños, con costeños y para costeños. Ésa es su gran limitante. Pero parece que sus realizadores no lo ven así, porque ya habían hecho El último carnaval (1998), de similiares características y que pocos del “interior” pudieron ver porque a ellos, según sus propias palabras, por ahora sólo les interesa los temas y el circuito de exhibición costeños.

En lo que no fueron nada regionalistas fue en los modelos que eligieron para elaborar su película. Quién sabe qué tan conscientes fueron de ello, pero es inevitable pensar en Titanic (1997) cuando la anécdota de su argumento nos habla de un medallón y de un amor imposible entre chica rica y chico pobre que viajan rumbo a un legendario accidente; también es inevitable pensar en El proyecto de la bruja de Blair (The Blair witch proyect, 1998) cuando el recurso narrativo utilizado es una película encontrada al cabo de medio siglo, en la que un documentalista norteamericano había registrado el viaje y la historia de aquel amor. Fueran conscientes o no, ambas películas son demasiado célebres como para no evitar cualquier referencia a ellas, y para el espectador son una presencia contante que estorba al espíritu general de la película. Porque sin duda es una película que, más alla de su evidente precariedad de recursos, es dueña de un espíritu, de una esencia que nos hace respetarla, no tanto como anécdota o como relato, sino en la mirada y el registro que hace de ese universo que crea y recrea.

Juegos de coproducción

Después de ver La toma de la embajada muchos creímos nuevamente en el G3 del cine, el mismo grupo de productores de Colombia, México y Venezuela que atentaron letalmente contra el cine y el buen gusto al hacer películas como Bésame mucho (Phillipe Toledano, 1994) y Rizo (Julio Sosa, 1998). Pero con Juegos bajo la luna, no valió siquiera que participara en la dirección alguien con el buen nombre del mexicano Mauricio Walerstein, para que se cumpliera la vieja ley de Murphy que sentencia que todo es susceptible de emporar.

Esta película está basada en una novela de Carlos Noguera y cuenta la historia de un grupo de jóvenes amigos pertenecientes a la élite política y militar que se arrebata a mordiscos el poder en la Venezuela de los años cincuenta. Parece que la amistad de estos muchachos y la evolución de dicha relación en su paso a la madurez es el tema central de la película. Bueno, de hecho lo es, de eso cualquiera se da perfecta cuenta, lo que no sabemos es qué nos quieren decir sus guionistas y su director poniendo a esta muchachada a decir cursilerías, a empantanarse en el melodrama, a repetir estereotipos fáciles y, en algunos casos, a malactuar encima de todo, como Juanita Acosta, la protagonista principal, quien parece que nunca le va a dar la talla al cine.

Lo del G3 sospecho que es un problema estructural y de procedimiento, no de talentos: parece que muchos meten la mano en el guión, que quieren ponerle de todo un poco para que le guste al público y que por efectos de la coproducción hay compromisos insalvables, como el de la participación de actores de los tres países, que es el de menos, pero que refleja lo que es todo el sistema. En Juegos bajo la luna se evidencian todos estos problemas, y encima le apuestan a una historia pretenciosa que degenera en culebrón televisivo (acentuado por la presencia de actores de  culebrones) y ajustan el desastre con una narración melodramática e interminable. Por eso resulta una película que aburre con su relato, hostiga con sus personajes y sus dramitas de “mercado de lágrimas” y no dice nada importante sobre los temas que nos plantea, ni de la amistad, ni de la política, ni de nada.

La mala, pobre y fea

La capacidad de Guillermo Álvarez de desconcertar a los espectadores parece que no tiene límites. El año anterior lo hizo con El intruso (1999) y éste con Desasociego, una película que ni siquiera tiene el cripticismo ni el simbolismo de la primera -que al menos la hacían una pieza intrigante-, sino que simplemente se trata de un cuento mal contado, un planteamiento argumental enredado y sin interés dramático y una puesta en escena fea visualmente y elemental técnicamente. Su deficiencia es tan franca, que no queda ningún reducto de duda (como sí ocurre en El intruso) de que detrás de la mala calidad de la propuesta, la pobreza cinematográfica y la fealdad visual,  haya un oculto sentido, una idea entre líneas que demuestre que es “un cine de lo que no se ve”, como el mismo Álvarez lo ha definido.

“Marina, de 35 años, tiene negocios lícitos e ilícitos. Se enamora de Javier, un ladrón de 25 años, que no sabe que ella tiene dinero. Los dos se mueven en un mundo de traiciones, pero ella tiene socios muy influyentes.” Ésta es la reseña que aparece en el catálogo del Festival. Si uno la leyera antes de ver la película, tal vez la entendería mejor, le encontraría un sentido al menos anecdótico; porque en ella reina tal confunsión espacial y temporal, incluso de personajes, que desconcierta más que su miseria estética y la casi incompetencia de los actores, que interpretan sus personajes como lo hacía un amigo escritor cuando estaba en tercero de primaria y quería ser astronauta.

Todo esto, más que una diatriba contra Desasociego, es un reclamo, porque uno no entiende cómo un director como Guillermo Álvarez, quien ha estudiado y ha enseñado el cine, quien es dueño ya de una obra cinematográfica y en quien sus palabras sugieren una sosegada sabiduría, llega a perpretar una película como ésta. Tal vez tenga que ver con el desdén por el público que manifestó alguna vez en una rueda de prensa, y que enfáticamente hace extensivo a la crítica, pero aún así, ni tratando de ponernos en su lugar, creo que podamos entender su concepción del cine. 

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