…Y contar una historia también

Por Oswaldo OsorioImage

El cine negro está lleno de corrupción y “hermosos perdedores”. Aunque esta película no pertenece por completo a este género cinematográfico, tiene muchas de esas características que lo hacen tan atractivo, pues además de la corrupción y el perdedor, comparten otros elementos, como la intriga detectivesca, una hermosa mujer que está a medio camino entre damisela indefensa y feme fatale, antihéroes por montones y la ciudad y sus bajos fondos, no sólo como escenario sino como protagonista de la trama.

Todo esto, en términos de elementos constitutivos y atmósferas, pinta muy bien, pues se trata de la materia prima que proporcionó la novela de Santiago Gamboa en la que se basa el filme. De hecho, en términos visuales y de producción también se ve muy bien, pero todo eso se empieza venir abajo cuando el guión (y luego la puesta en escena) intenta darle un orden y estructurarlo dramatúrgica y argumentalmente. Y es que cuando se trata de cine de género sí hay unos parámetros que se deben seguir y unas exigencias que, al parecer, no supo manejar muy bien el reconocido guionista argentino Jorge Goldenberg (La película del rey, De eso no se habla, Tinta roja, La fuga y otras tantas, muy pocas de ellas de género). Porque se engaña quien piense que escribir cine de género es más fácil, que con aplicar las fórmulas sistemáticamente como lo hacen en Hollywood es suficiente. La dificultad del buen cine de género radica, precisamente, en que sus fórmulas y reglas son el punto de partida para contar una historia y no el fin último, esas reglas son los límites que impone el género para que sea tal, pero que, sin embargo, pueden (y deben) ser burlados.

Las reglas del thriller

El guión de un thriller (megagénero al que está subordinado el cine negro) debe saber suministrar la información, manejar la intriga y, lo más importante, jugar con la atención del espectador. Pero en este filme con toda esa información se plantea una trama muy complicada (que no compleja), saturada de nombres y móviles confusos, y aunque el conflicto en general es claro (las tribulaciones de un periodista investigando un horrible crimen), su fuerza e intensidad son muy débiles, principalmente debido a que durante el desarrollo de esos móviles y del conflicto no se vislumbra muy bien su lógica y su mecánica, pues sólo en dos momentos se tiene clara la explicación de todo el caso: a la mitad de la película, cuando el periodista saca de una carpeta, como si fuera un sombrero de mago, un montón de datos y nombres que nunca se vio cuándo y cómo supo; y al final, cuando el coronel, con una eficacia y lucidez que sólo en ese momento da a conocer, arma completamente el rompecabezas que la trama no había sabido dilucidar hasta ese momento. Es decir, el espectador comprende finalmente la identidad, relación y motivaciones de toda esa retahíla de personajes, es por ese diálogo final, aunque también sería mucho decirle diálogo, porque en realidad se trata de una artificial explicación verbal que al final exigió la falta de claridad de la historia y la incapacidad de contar las cosas cinematográficamente, es decir, con imágenes, acciones y diálogos.

Además, también es un guión que se antoja lleno de muletas, de salidas fáciles que provienen del exterior y no de la lógica interna de la historia: como el personaje de Estupiñán, que funciona de comodín para que todo le resulte al periodista, una suerte de escudero (que como literatura debió funcionar mejor) que muy convenientemente se mueve en todos los ambientes para conectarlos sin esfuerzo al protagonista. También funciona como el “personaje jocoso”, de esos que tanto le gustan a Cabrera (también al cine más comercial y a las telenovelas), armado de chistes vulgares y flojos, que confirman la tendencia del director hacia lo popular y populista, dos cosas muy distintas que no necesariamente tienen que mirarse mal (sobre todo la primera), pero que de todas formas nunca han encajado muy bien con la estilización y mitología del cine negro.

En otro ejemplo de ese facilismo, el guionista deja absurdamente una puerta abierta para que el periodista se pueda apoderar del Mcguffin (que sería ese objeto que todos quieren, en este caso unas escrituras); o igualmente un coronel de la policía un poco farsesco e inverosímil que a cambio de un discurso por la gordura(!) también le soluciona una cantidad de problemas al protagonista. Este personaje se hace todavía más difícil de aceptar por el actor que lo interpreta, Carlos “el gordo” Benjumea, quien al menos para el público colombiano, acentúa lo inverosímil del personaje. Tal vez porque, y hay que decirlo de nuevo puesto que es una de las mayores inconsistencias del filme, con esos personajes y ese tema de corrupción y horrendos crímenes de por medio el humor no encaja muy bien en este relato.

Un perdedor con alma

Aunque hay que decir también que el resto del reparto es acertado, empezando por su protagonista, el mexicano Daniel Giménez Cacho, quien recrea a un perdedor con alma y muy convincente, y quien es el que, con sus tribulaciones, alcanza a conectar mejor con el espectador, a pesar de que nunca se sabe bien qué está haciendo y sólo se le ve dando tumbos en medio de una trama un poco inconexa y a veces tediosa. De otro lado, la relación que establece con la joven prostituta no ayuda mucho. Si bien ése fue el principal gancho con el que se vendió la película, un gancho que apela a la historia de amor y al sex-appeal y popularidad de la telegénica (que no tanto fotogénica) Martina García, no convence del todo en términos de la historia y la dramaturgia. No es casual que en la novela de Gamboa este personaje apenas es secundario y en la película, en cambio, por momentos se convierte en el leitmotiv mismo: la adaptación desde el principio definió a qué le apostaba.

Pero más allá de los reparos tecnicistas en lo que a la construcción del guión se refiere, el caso es que por esos problemas éste es un thriller que escasamente entretiene al espectador y no lo envuelve y lo apasiona como debería ser y como es la obligación de todo thriller para con el espectador. Aunque es cierto que es una película con muchas virtudes, empezando por su impecable producción, por el talento de su director que ya tiene perfeccionado el oficio para recrear historias con imágenes (lo que no necesariamente implica una efectiva dramaturgia en su puesta en escena) y por esa reflexión de fondo que hay sobre la corrupción y la justicia en este país, que es una constante en el cine de Cabrera. Pero en el cine no sólo es importante las ideas que planeta una historia y las imágenes que usan para hacerlo, sino también cómo nos la cuentan y es justamente en eso que esta película nos abandona.

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