Amor, humor y corrupción

Por Oswaldo Osorio Image

No es cierto que la violencia sea el tema predominante en el cine colombiano. Hay un tópico mucho más recurrente, que incluso en buena medida es la base de esa violencia, y ese tópico es la corrupción, la misma que alguien designara como el octavo pecado capital. Este anti-valor se encuentra representado en nuestras imágenes de cine a todos los niveles, desde la intimidad, pasando por las relaciones sociales, hasta las propias instituciones que rigen el país, que son las que siempre expían la culpa pública, aunque no están más implicadas que muchos ciudadanos de a pie.

La opera prima de Felipe Martínez está construida sobre una trama que, en gran medida, está regida por la corrupción, ya sea la sentimental, la interpersonal o la profesional. Aquí el engaño es la moneda corriente de los personajes y la doble moral la lógica de sus actos, eso ya estaba enunciado desde el mismo título. Tal vez la película colombiana que mejor ha expresado esto es La gente de La Universal (Aljure, 1993), incluso podría decirse que empieza esta tendencia de hablar de la corrupción desde el plano individual como la "fuente de todo mal" y ya no tanto la problemática socio-política como la base de esos males que aquejan al país. Lo que rige a los personajes del cine colombiano, entonces, es la búsqueda del propio beneficio, sin importar sobre quién se tenga que pasar ni cómo queda tirado en el camino.

Pero además Bluff es la historia de un "perdedor", Nicolás, un fotógrafo que, de golpe, se queda sin novia, sin casa y sin trabajo, justamente a causa de la corrupción de los otros. En cierta medida es un perdedor porque se niega a sucumbir a la corrupción. Más bien pretende hacer justicia y recuperar lo perdido, aunque por medios non sanctos, con lo que ya su inocencia ante el octavo pecado deja de ser tan clara, probablemente por aquello de la inevitable corrupción al contacto con mentes mezquinas. Pero, de acuerdo con su protagonista, ésta también es una historia de amor, un amor que raya con la obsesión. Ésa es su motivación, el ciego deseo de recuperar a su novia, sin importar los extremos a los que tenga que llegar. Y esos extremos son el punto de partida del humor que atraviesa todo el relato.

Como en La gente de La Universal, El colombian dream (Aljure, 2006), El Trato (Norden, 2006), Dios los junta y ellos se separan, (Trompetero, Carrillo, 2006), Perder es cuestión de método (Cabrera, 2005) y otras muchas películas colombianas, la motivación de esa corrupción siempre es el dinero, el deseo y el amor, pero éste último generalmente mal interpretado. Nunca en estas historias asoma, ni por accidente, una idea altruista o humanista, se trata indefectiblemente de la ley del más fuerte, el más vivo y el menos de malas. A partir de esta base ética, estas películas, en distinto tono, aprovechan y de fondo plantean una fuerte crítica social, institucional y moral, que en el caso de Bluff es contra la policía, los poderosos y la inescrupulosidad de la mayoría de los personajes, quienes además, por ser cine de género, son representativos de un arquetipo.

Un divertimento

A pesar de estas reflexiones sobre la ética planteada por el filme y de la tipología que de ella se desprende para mirar el cine colombiano reciente, en realidad nada de eso está dentro de la principal intención del filme de Felipe Martínez. Tal intención no es otra que contar una historia divertida, entretenida y construida con la precisión de quien tiene un buen pulso para hacer un relato audiovisual, no importa que sea su primer largometraje y mucho menos que haya sido rodado en video. Lo que importa es que le apostó a un divertimento en clave de comedia negra, pero con una trama elaborada a partir de los elementos del thriller: el crimen de por medio, la intriga y, por supuesto, la corrupción de fondo, que es la principal característica de este género. El divertimento le funcionó gracias al buen sentido visual y narrativo con que fue desarrollado, además de un hábil uso de la ironía y el cinismo.

Todo en esta cinta está en función de esa mezcla, del thriller en tono de comedida negra. Sus diálogos, gags y situaciones, están diseñados para ser divertidos y entretenidos, lo cual consiguen con originalidad e ingenio. Para esto es fundamental la construcción que hicieron de los personajes, ya que su posición ética es la que define el rumbo de la trama, así como la interpretación que hicieron los actores, pues de ello depende su verosimilitud y la efectividad de la comedia. El desconocido y debutante Federico Lorusso, a pesar de ser el protagonista, da cuenta de una actuación sin mayor lucimiento, pero efectiva para lo que necesitaba la historia. Igual ocurre con las interpretaciones femeninas, que además cumplen un rol funcional en un universo de machos que, al parecer, están en permanente lucha para poder usarlas y lucirlas.

Aunque como sucede muy a menudo, son los papeles secundarios, que por lo general coinciden con los antagonistas del relato, los que se roban la atención del espectador. A pesar de que a Víctor Mallarino se le ve haciendo el mismo papel que en las películas de Sergio Cabrera y en alguna que otra telenovela, de todas formas esa suerte de elitismo cínico y descarado funciona perfectamente en medio de una trama de intrigas y engaños. Así mismo, Luis Eduardo Arango, como el policía corrupto, recrea un personaje como esos que tanto gustan al público de la comedia, una caricatura hecha de estilizados tics y muletillas, que no por eso deja de ser verosímil e ingeniosamente divertido, porque además apela a uno de los más eficaces recursos de la comedia, esto es, asumir con enorme seriedad, casi con gravedad, una personalidad que a los ojos de los demás resulta tremendamente jocosa y divertida.

Pero no hay cine de género ni película con pretensiones comerciales sin un buen empaque, y ésta lo tiene. Su relato llama la atención por lo bien armado que está, desde su estructura narrativa clara y dinámica, hasta su montaje preciso, que contribuye a la narración no sólo dándole un buen ritmo a ese dinamismo, sino también enfatizando el tono irónico y cómico que recubre todo el filme. Visualmente también, desde sus mismos créditos, se evidencia su espíritu vivaz, colorido e inteligente.

En definitiva, se trata de un filme fresco y estimulante que quiere apartarse un poco del clasicismo con que generalmente el cine colombiano ha recreado sus historias. Además, esta intención queda confirmada con ese recurso, que siempre ha sido un indicio del relato moderno, en que el protagonista se dirige a la cámara y le habla al espectador como si de un interlocutor se tratara, lo cual lleva a que se haga más estrecha la identificación con él y con su punto de vista. Así pues que estamos ante un filme que, partiendo del doble carácter del cine como arte e industria, se acerca mucho a un equilibrio, puesto que sin duda es un filme con altas posibilidades comerciales, pero también, sin llegar tampoco a ser una obra de arte, maneja con habilidad y talento el lenguaje del cine para contar esta historia amor, humor y corrupción.

Publicado en la revista Kinestoscopio No. 77

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