Guerra fratricida

Por Oswaldo Osorio Image

El cine colombiano cada vez toma más conciencia de la realidad actual del país. Hasta hace unos diez años todavía se estaban contando historias sobre la violencia partidista, pero ahora casi cada película que se realiza en Colombia hace un apunte sobre el país real, sobre la Colombia concreta, aunque no se esté refiriendo a un caso o un aspecto específico del país. Porque el arte no necesita hablar con nombres propios para referirse a la realidad de manera clara y contundente, como lo hace esta película.  El arte codifica esa realidad con su lenguaje y su discurso, con su poder expresivo y su particular forma de mirar e interpretar el mundo, y con ello casi siempre logra ser mucho más explícito y revelador que la simple enunciación de los hechos o la presentación de la realidad escueta.

Esta ópera prima de Rodrigo Triana es una película sobre Colombia, sobre sus hechos y su realidad. Pero no la Colombia de la guerrilla o de los paramilitares o de los gobiernos corruptos, ni la -ya caída en desuso- de rojos y azules, sino una Colombia más profunda, más medular, la que probablemente es la causante de todas estas colombias mencionadas: aquella que padece de esa intolerancia atávica que no la deja progresar y la tiene casi sumida en la barbarie, la que está gobernada por esa mezquindad que es consecuencia de la precariedad material y moral, la que parece tener inoculada la violencia como si fuera un rasgo imprescindible de nuestra cultura e identidad.

Para reflexionar o poner en evidencia esta “naturaleza nacional”, casi cualquier instancia o lugar de nuestro territorio sería propicio: el campo, la ciudad, el Capitolio o hasta un encuentro de fútbol. Triana (y su guionista Jorg Hiller), de entre todas estas posibilidades, eligieron un barrio de invasión bogotano, un barrio “subnormal”, como lo llaman los funcionarios y los periodistas. En este lugar se concentran muchos de los aspectos que definen la problemática de este país: desplazamiento forzoso, desamparo, doble moral, carencias materiales, desgobierno, violencia, injusticia social y un penoso etcétera que muchos colombianos niegan o, lo que es peor, observan con criminal indiferencia.

En tierra de nadie y sin ley

Como si se tratara del lejano oeste (y el director se encarga de hacer un sutil y divertido guiño al respecto), el barrio La Estrella es tierra de nadie y sin ley. Las familias prominentes del lugar, los Cristancho y los Brochero, están definidas como tales por la propiedad: la una es dueña de la tienda y la otra de la farmacia. Aunque es cierto también que esto les permite ser líderes activos de su comunidad. Hay paz y armonía, hay solidaridad y propósitos en común, como el de conseguir que la energía eléctrica llegue al barrio; pero con tanto problema al acecho y con el miedo y la violencia como elementos prácticamente inherentes a la conciencia colectiva, esa armonía y equilibrio son precarios. Además se trata de personas que han vivido siempre en la zozobra, que lo han perdido todo y han tenido que luchar, literalmente, cada día de su vida, porque la mayoría de ellos son víctimas de esa guerra civil no declarada que se libra en los campos, esa triste guerra que es el principal motor de la expansión urbana en el país. Entonces tarde o temprano resultará inevitable para todos ellos sucumbir al mismo cáncer de violencia e intolerancia del que son hijos ilegítimos y que carcome al país desde hace casi dos siglos, un cáncer que muchos dicen se está recrudeciendo, pero es que no vivieron en otros tiempos o no saben mucho de historia patria.

Como si de una confrontación tercermundista y contemporánea entre Montescos y Capuletos se tratara, esta película plantea como conflicto central una guerra, fratricida y absurda, como es toda guerra por definición. Sólo que el amor romántico y trágico que constituye la esencia del relato shakespieriano, aquí degenera en violación y ultraje sentimental. Claro que el filme se cuida antes de presentarnos, desenfadada y tranquilamente, a sus personajes y el universo que habitan, describiendo las condiciones sociales y materiales del barrio, así como a los integrantes de las dos familias y la relación que tienen ellas entre sí y con el barrio. También nos da a conocer otros personajes clave de este universo y del relato, prescindiendo de estereotipos y caricaturas, salvo por cierta funcionaria que tal vez se lo merecía. Pero cuando ya el espectador conoce esa realidad y su dinámica y cree que el interés de la historia está centrado en un estudio antropológico y social, en un retrato de costumbres sobre la vida de la gente en un barrio marginal, el relato le “saca el cobre” a los personajes, develando su verdadera naturaleza, esa “naturaleza nacional” de intolerancia, violencia y mezquindad, y entonces la historia empieza a cambiar de tono. Primero se torna negra, como comedia negra, para ir enturbiándose mucho más en dirección de la tragedia y luego de la hecatombe.

A Rodrigo Triana el pulso no le tiembla mucho en esta dramática progresión, pues el paso del desenfadado cuadro de costumbres de un barrio de invasión a ese oscuro y sentencioso pesimismo (inevitablemente aleccionador), lo hace de manera fluida y convincente, no sólo en su narración, que no tiene problemas en ir variando de intensidad, sino también en sus imágenes, espontáneas y de manera casi documental inicialmente, pero luego concebidas con el impacto y la fuerza visual requeridas por su trama violenta y enardecida.

Pobre contra pobre

Aparentemente el salto de las “bromas pesadas” iniciales a esa descarnada guerra abierta, en la que hasta parte del barrio toma partido, puede parecer muy brusco, pero la evolución y el cambio abierto de la confrontación está justificado, precisamente, porque las supuestas “bromas” no tienen origen en la diversión y el compañerismo que suelen estimularlas, sino en el desquite y la mala intención, en esa lógica de “el pobre despedaza al pobre”, a la que se refiriera el director, una lógica ciega e inconsecuente que en este país de abismales desigualdades sociales debería ser “el pobre despedaza al rico o al sistema”, pero entonces eso sería revolución, y ya hemos visto cómo fue tergiversada y manipulada esa bonita idea en este país.

Las cualidades de Como el gato y el ratón (2002) ya han sido reconocidas con varios premios importantes otorgados en festivales como el de Bogotá y el de Biarritz. La forma limpia y contundente como plantea y desarrolla su idea de mostrar a Colombia y develar su espíritu autodestructivo, a partir de los sucesos en este barrio, resulta tremendamente impactante y a la vez cautivadora. Porque si bien estamos ante un relato muy duro y que en más de una ocasión causa escozor, buena parte de él está matizado por ese tono de comedia negra que, de la misma forma como nos ocurre a todos los que vivimos en este país, nos concede un margen de esperanza (o de indolencia) para pensar que no está pasando realmente lo que está pasando o que no es nada grave o que al final todo se va a arreglar. Pero ese final llega y lo que creíamos que iba a cambiar, antes empeora. En eso se emparenta esta película  de Rodrigo Triana con la de su padre, Bolívar soy yo (Jorge Alí Triana, 2002), ambas nos hablan de Colombia utilizando una ingeniosa y sólida alegoría, inicialmente luminosa y divertida, pero finalmente se muestran sombríos y pesimistas, porque mirando el espejo de la realidad no podría ser de otra forma.

No estamos ante una obra perfecta, pues la película no sostiene siempre la misma calidad y eficacia en algunos momentos de la puesta en escena y en la construcción de ciertos diálogos (algunos terriblemente doblados). También tiene algunos problemas de casting, en especial la presencia de una actriz (Paola Rey) que es el último  sex symbol de la televisión nacional y aquí hace de patito feo. No sabemos tampoco qué estaba haciendo la popular y costosa y millonaria Marbel en un moridero de esos doblando mal sus canciones. Bueno, pero en realidad se trata de detalles, perceptibles pero no imperdonables y que de ninguna manera dan al traste con el hecho de que se trata de una obra y no sólo de una película que se limita a dar cuenta de una anécdota (como ocurrió durante muchísimo tiempo en nuestro cine). Es una pieza de cine a carta cabal en la que hay un relato bien logrado, una estética definida por ese universo que recrea, con un dominado y eficaz manejo de la técnica, así como unas ideas que no sólo la definen sino que nos ponen a pensar, con algo de tristeza y desesperanza, pero ¿de qué otra forma podemos pensar sobre este pobre país?

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