Amalia, la secretaria, de Andrés Burgos

Como un confite chupado

Oswaldo Osorio

Parafraseando a Bukowski, hay personas para quienes su vida entera parece un jueves por la tarde, ya sea por su actitud, sus expectativas o por el trabajo que tienen. Amalia es una de ellas, y esta película ilustra su realidad con tanta gracia como patetismo. Pero ese no es su único objetivo, por eso, como en casi todas las historias, el relato introduce un elemento externo que hará que la protagonista se cuestione y, quién sabe, tal vez cambie a una vida que se parezca más a los distintos días de la semana.

Ese elemento es un hombre, casi opuesto a ella en su actitud ante la vida, con lo que pronto se hace evidente que la película estárá en clave de comedia romántica. Pero claro, la protagonista es Marcela Benjumea y no Katherine Heigl, y el ambiente es una rancia empresa en decadencia y no una revista de modas; pero estos cambios no son porque sea un filme colombiano y no de Hollywood, sino porque es una película de Andrés Burgos, ese director ingenioso y sutil, con un sentido del humor “muy serio”, que ya nos había dado esa encantadora pieza titulada Sofía y el terco (2012).

Pero si bien la relación de Amalia con el simpático electricista es el centro de la historia, esta también está condicionada por otro par de líneas argumentales y conflictos: de un lado, el extraño comportamiento que ha asumido su jefe, y del otro, la relación con su madre, otra mujer sin palabras, como lo fuera Sofía. Entonces Amalia se mueve en estas tres bandas y su vida comienza a moverse en distinto sentido o, al menos, a percatarse de que puede haber algo más que su automatizada rutina sin anhelos ni incentivos.

Y hasta el relato mismo empieza a revelarse contra ese tono inicial con el que empezó la película, esto es, una sombría mirada a la vida gris de un personaje derrotado por la vida desde muy temprano. Por lo que empiezan a parecer esos piquetes de humor y esos guiños, si no al amor, al menos al interés romántico. Y así, la película termina instalándose con más claridad en los códigos de la comedia romántica, con su batalla de los sexos como centro del conflicto (aunque aquí declarada en voz baja), con esa ruptura dramática en algún momento antes del clímax y, tal vez, con la posibilidad de un final feliz.

Pero todavía hay más, porque aparte de esa capa dramática -y realista si se quiere- que el relato pone en juego con la patética y gris vida de una secretaria, al que luego se le suma la tímida pero encantadora y divertida historia de romance, son complementadas por una tercera capa que tiene que ver con esa otra relación de Amalia, la doméstica, ya sea con su madre y, en menor medida, con su amiga. En esta capa el relato termina de dimensionar al personaje de forma más profunda y emotiva, consiguiendo que el espectador la conozca casi íntima y completamente. Este componente del relato se pude decir que tiene su propio clímax, la escena del baile en la cocina, un momento afortunado por lo conmovedor, y también porque evidencia las honduras emocionales a las que podía llegar esta película con su trama aparentemente sencilla.

En lo único en que el trabajo de Burgos pasa muy discretamente, sobre todo luego de lo que se le vio en Sofía y el terco, es en la concepción visual y hasta narrativa de la película. Y no es que haya alguna incorrección y deficiencia, pero tampoco hay ese jugueteo, inventiva y cuidado con la imagen que tuvo su ópera prima. Es una propuesta más convencional, casi televisiva, aunque es cierto que el tipo de historia, espacios y personajes podían propiciar tal tratamiento. Pero pasando esto por alto, estamos ante una película hecha con inteligencia y sensibilidad, un relato entrañable que le suma uno más a la galería de personajes inolvidables del cine colombiano.

Publicado el 29 de abril de 2018 en el periódico El Colombiano de Medellín.

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