Oswaldo Osorio
Cuando no se tiene nada, hay que jugársela por el todo. Eso es lo que piensan los cinco jóvenes protagonistas de esta película de carretera cuando emprenden un viaje hacia la esperanza de tener un lugar en el mundo. No tienen un techo y ni siquiera una esquina en el centro de la ciudad. La vida los ha desterrado de todas partes. Solo se tienen a ellos mismos, como una suerte de disfuncional y díscola familia que va en busca del hogar que siempre les han negado.
La nueva película de la directora de Matar a Jesús (2018) también habla de realidad, marginalidad y violencia, pero de muy distintas formas, al punto de poder decir que supera su ópera prima en el lirismo de sus ideas y en la contundencia cinematográfica. Estos cinco descastados parten de Medellín hacia el Bajo Cauca con un puñado de papeles que les puede significar tener una casa por vía de la restitución de tierras. En su periplo tratan al mundo como este los ha tratado a ellos, de forma atrabiliaria, haciendo destrozos y embistiéndolo todo como desbocados.
Son marginales, pero no han caído a los infiernos de muerte y culpa como Jesús, aunque descargan como pueden esa rabia que tienen contra la sociedad que los excluyó. Aun así, Laura Mora los trata con una ternura y compasión que permite ver en ellos una humanidad difícil de identificar desde el prejuicio. Así mismo, la violencia está presente, pero siempre acechándolos y más bien buscando el fuera de cuadro. El relato pone de manifiesto esa “Antioquia profunda”, donde se mimetizan bajo un sombrero hombres dispuestos a mantener el orden y la propiedad a fuerza de represión y autoritarismo.
En cuanto al realismo, solo es un punto de partida de cuenta de la naturaleza de los protagonistas y de ese contexto de violencia, pero el espíritu del relato va más por vía de la poesía, el lirismo y del romanticismo existencial (ya no pertenecen al credo del No futuro), porque aman la vida y se quieren devorar el mundo. ¿O si no, de qué otra forma se puede leer ese burdel de hospitalidad crepuscular, o el leitmotiv del caballo blanco, o esa pareja de viejos fantasmas que se encuentran casi al final del camino? Con estos y otros tantos elementos la película devela su verdadera naturaleza, la de hacer un viaje de búsqueda y liberación que reivindique a estos espíritus libres y maltratados. Un viaje que, como toda película de carretera, empieza siendo físico, pero el que se impone en importancia es el viaje sicológico y emocional.
Aunque ese viaje no físico de los personajes está jalonado y sugerido por esas imágenes que se alejan del realismo, así como por una puesta en escena que sabe coreografiar ese ímpetu de reclamo y amargura de estos jóvenes, quienes siempre parecen estar revoloteando entre ellos mientras saltan de un lugar a otro. Y aunque parece un movimiento desordenado y delirante, lo cierto es que tienen una agenda clara: reclamar esa tierra, pero no tanto por la propiedad, sino por lo que significa para su tranquilidad e identidad. Quien los ve tan díscolos y transgresores y, en últimas, solo buscan un lugar donde puedan estar tranquilos y vivir en paz.
Ahora, insistiendo con esa suerte de realismo lírico de esta película, obliga mirar en retrospectiva y dudar de la supuesta “pureza” realista del cine de Medellín. El mismo Víctor Gaviria con Rodrigo D y en especial con La vendedora de rosas (y ni se diga con ese corto fantasmagórico que es El paseo), elude el realismo puro y directo, pues le confiere a sus personajes y a algunas escenas un vuelo poético y delirante que habla de esa realidad de otra manera. Igual podría decirse del melancólico blanco y negro de Los Nadie, o de ese cetáceo varado en una avenida de Medellín en Los días de la ballena. Pero Laura Mora sube la apuesta e introduce sistemáticamente unas imágenes y recursos que hacen que esa realidad tome vuelo hacia los terrenos de la abstracta evocación, la poesía visual o la metáfora mística.
Se trata de una película inteligente y compleja en su construcción, porque nada es simple o evidente en ella, su guionista y directora asume unos riesgos narrativos que le permiten hablar de unos personajes, su realidad y un propósito concreto, pero de forma elusiva y poética, llamando las cosas por otros nombres, cambiando la apariencia de lo vulgar o trivial por unas imágenes evocadoras y sugerentes que obligan a pensar y a hacer asociaciones. De eso se trata el arte, de eso se trata el buen cine.
TRÁILER
Oswaldo Osorio
El posconflicto puede ser un proceso tan complejo como la guerra misma. Incluso en el conflicto todo se reduce a lo esencial, la vida y la muerte. Lo que viene después, está lleno de matices e implicaciones, los cuales dependen del papel que cada quien tuvo en el conflicto y la forma como decide afrontar la vida luego de este. En esta coproducción colombo peruana se pueden ver todas estas variables, con fuerza, contundencia y presentadas en una envolvente trama.
En su ópera prima, el actor peruano Salvador del Solar sorprende con un sólido guion, escrito por él mismo a partir de una historia de Alonso Cueto, así como con una dirección precisa y eficaz. En ella un ex soldado y una víctima de abusos del ejército se vuelven a encontrar luego de casi dos décadas. La culpa del uno y la determinación de olvidar de la otra, de nuevo los confronta y, a pesar del deseo del ex soldado de intentar reparar lo que alguna vez hizo, es muy difícil que algo bueno salga de este doloroso encuentro.
En medio de esto, hay una trama en clave de thriller, en la que un secuestro parece ser la solución para ambas partes. No obstante, lo único que empieza a esclarecerse es las verdades de lo que fue la violencia armada interna en el Perú durante dos décadas, y especialmente cómo las principales víctimas fueron de la población civil, que siempre estuvo bajo el fuego cruzado entre la guerrilla y el ejército, que para efectos de la descarnada violencia que ejercieron contra la gente no marcaron diferencia alguna.
Además del drama de los dos protagonistas, la historia también involucra a otro tipo de actores de ese conflicto y posconflicto que dimensionan las variantes y complejidad de estos procesos. Desde el oficial del ejército, que padece una conveniente -y significativa para el caso- pérdida de la memoria, pasando por el ex soldado que aún anhela los tiempos en que podía desbocar su violencia, hasta los agentes del gobierno que prefieren el olvido sobre la legalidad. “Aquí no ha pasado nada”, es una demoledora frase llena de implicaciones, tanto para el relato que cuenta este filme como para la historia reciente del país andino.
Damián Alcazar y Magali Soler interpretan ya conocidos roles en ellos, pero no por eso dejan de ser eficaces y convincentes. El relato mantiene siempre un interés creciente y una zozobra por la suerte de los dos protagonistas, con quienes el espectador se puede identificar por razones diferentes, casi opuestas; todo esto en función de dar una mirada a un proceso que no ha culminado por completo, porque tratar de perdonar, querer olvidar y soportar la culpa puede durar el resto de la vida.
Publicado el 4 de junio de 2016 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Matar a Jesús, de Laura Mora
“Dispare con odio”
Oswaldo Osorio
La realidad, la violencia y la marginalidad siguen instaladas en el mejor cine de Medellín. Es tan inevitable como necesario que el cine (y no la televisión, con su tendencia a banalizarlo y glamurizarlo todo) continúe explorando y reflexionando sobre estos tópicos, con ese compromiso y cercanía que logra para entender la complejidad de unos personajes y su contexto, así como para trasmitirle al espectador, no solo una historia, sino casi una vivencia y un entendimiento más sensible de estas problemáticas.
Laura Mora ya había dado muestras de su talento con sus cortometrajes Brotherhood (2007) y Salomé (2012), y de su oficio en series de televisión de gran presupuesto y en una película por encargo, Antes del fuego (2015). En Matar a Jesús ese talento y oficio están en función de un proyecto más personal y cercano a los universos que parece sentir y conocer mejor. Eso se hace evidente en cada aspecto de esta película, la cual se muestra orgánica en su construcción, envolvente en su narración y cómoda en los espacios en que se mueve.
Una joven universitaria presencia la muerte de su padre y, al poco tiempo, se topa con el asesino, de ahí en adelante el relato es sobre cómo ella trata de urdir su venganza. Es una historia y premisa simples, pero no por ello sus connotaciones sociales, sicológicas y éticas. Cada acción de la joven está condicionada por la contradicción de tratar de acercarse afectivamente al joven sicario, pero mascullando un callado resentimiento en medio de un duelo que aún no ha terminado.
No obstante, si bien la protagonista es ella, porque es quien lleva el peso del conflicto y está siempre presente, el personaje del sicario se va dimensionando progresivamente con gran intensidad, ya a fuerza de que, en contraste con ella, siempre está hablando o porque el conflicto que hay en él se va revelando paulatinamente y estalla con doloroso dramatismo al momento del clímax. Ese contrapunto entre la casi cándida verborrea de él y el resentido silencio de ella, así como la identificación con los dos conflictos (aunque con el de él sea a regañadientes), es el aspecto que sostiene el relato y carga la historia de implicaciones emocionales, éticas y hasta sociológicas.
Estos personajes y su historia en buena medida tienen su razón de ser por la ciudad que habitan. Medellín también es protagonista, tanto por legado de violencia que ha dejado su historia reciente como por ese viaje pendular que hace el relato por los dispares universos que habita cada personaje. Y también lo es por la forma como la película la concibe visual y narrativamente. Se trata de una ciudad rayada, colorida, abigarrada y tumultuosa, características que aquí se exaltan por razones estéticas y para comentar y complementar a sus protagonistas.
Sostenida en un sobresaliente trabajo con actores naturales, esta película da una pincelada más a ese gran fresco que el cine de directores paisas han estado haciendo sobre Medellín, un gran relato que coincide en sus elementos esenciales, pero que cada autor ha puesto el énfasis en su mirada y en la forma como ha experimentado la ciudad, que en este caso es una visión sobre lo dolorosa y anónima que puede ser su violencia y las complejas decisiones que, tanto víctimas como victimarios, pueden tomar frente a ella.
Publicado el 12 de marzo de 2018 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Nada es nuevo en todo lo que cuenta esta película, y aun así, nos revela un mundo y unos personajes que creíamos conocer. Es una historia sobre dos hermanos, narcotráfico, marginalidad y violencia, pero a pesar de lo recurrentes que puedan parecer estos temas en el cine colombiano, es una película inédita, con una mirada descarnada y compasiva al mismo tiempo, sin afeites ni efectismos.
Cuando un extranjero hace una película en el país, rara vez se puede decir que es colombiana, porque casi siempre les falta mirar desde adentro o de cerca y desprenderse de la tara de los estereotipos y la fascinación por el exotismo. No es el caso de Josef Kubota, un joven director estadounidense que, apenas terminados sus estudios de cine en la Universidad de Nueva York, ya estaba viajando al Pacífico colombiano a investigar sobre la que sería su ópera prima.
Que Spike Lee era su profesor y que le prestó el nombre para que apareciera como productor ejecutivo, tal vez solo sirva como ayuda promocional para la película, que nunca está de más. Pero lo importante es que este director supo entender el universo, los personajes y la historia que quería contar, apelando al realismo en las imágenes y a la sencillez en la puesta en escena, porque sabía que la fuerza de su historia estaba en la situación límite que contaba y en la condición marginal de sus personajes.
En la película, dos hermanos llevan un "torpedo" cargado con cien kilos de coca a una entrega en altamar. A pesar del parentesco, son casi un par de extraños que apenas se van a conocer durante el corto viaje. Ese es el primer acierto de este filme, porque esta contradictoria relación de los protagonistas es una forma de construirlos con naturalidad y solidez. Sus diálogos de extraños conocidos pasan por todos los rangos emocionales, otorgándole calidez y profundidad al relato, así como dimensión a los personajes.
De otro lado, están los peligros que representa su trabajo y las secuencias de acción que se desprenden de estos peligros. Con la misma sencillez y fuerza con que pone a conversar a los dos hermanos, desarrolla estas secuencias cargadas de tensión y dinamismo, haciendo de la película un relato equilibrado y envolvente, un thriller y un relato intimista al mismo tiempo.
Pero la validez y contundencia de la película está en lo que no se dice y se infiere por la historia, como la marginalidad de aquella región y la forma como arrincona a los hombres a "ensuciarse las manos" con la violencia y al servicio del narcotráfico, o la pérdida de la inocencia a fuerza de conocer un mundo oscuro y ser sometido a un bautizo de sangre, o la ausencia de un futuro para los jóvenes ante tales circunstancias.
Por eso esta es una película inédita, porque aunque no cuenta una historia nueva y, además, plantea unas ideas conocidas sobre la realidad del país, todo lo dice de una forma tan lúcida y dolorosa como la primera vez que lo vimos o lo escuchamos.
Publicado el 12 de octubre de 2014 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
Oswaldo Osorio
Si los asesinados y desaparecidos de la violencia colombiana pudieran verse, el territorio estaría poblado de ánimas en pena con las que nos toparíamos constantemente. Esta película comienza (de nuevo) como ese “río de las tumbas” en que se ha convertido el país y que es, sin duda, uno de los motivos constantes del cine nacional. Primero, registra otro más de esos muertos que han bajado por uno de nuestros ríos, y luego, emprende un viaje espectral a contar su historia (y a encontrar su cabeza), en un relato que apela a la memoria y que da cuenta de esas prácticas y creencias que tiene la gente para lidiar con la muerte.
Hay muchos relatos que se han referido a los muertos que bajan por el río Magdalena y que son recogidos y “adoptados” en Puerto Berrio, baste mencionar el más completo de todos, el documental Requiem NN, de Juan Manuel Echavarría (2013). Tanto esa adopción como los relatos, son necesarios para recordar a esos muertos y esa normalizada práctica desprendida de la violencia que vive esta población, porque, como decía Hannah Arendt, la memoria da profundidad a la existencia. Por eso la gente los adopta, les pone nombre y les reza (ya sea para reemplazar a uno de sus desaparecidos o porque los creen milagrosos)*, y por eso son necesarias películas como esta.
A la historia del decapitado se le suma la de una enfermera que tiene a su marido desaparecido y la de un peculiar hombre al que le dicen el Animero, pues tiene una conexión especial con las almas errantes y en pena que circulan por ese territorio. La búsqueda de la cabeza del decapitado es el hilo conductor de un relato que se adentra en lo más oscuro y tétrico de la violencia colombiana, es la excusa para conocer la atmósfera que reina en esas zonas dominadas por el miedo y la muerte, así como para ver los fantasmas cargados de remordimientos y recorrer un mundo donde no existe el estado ni la justicia.
En un sincretismo entre espiritualidad católica y superchería popular, la gente de Puerto Berrío mantiene una conexión con los muertos, los suyos y los ajenos. El Animero es el epítome de esas prácticas y creencias, también es el conducto para comunicar los dos mundos. Estar vivo y muerto al tiempo en el relato es un recurso que contribuye a ese estado liminal en que se mueve toda la historia, y así, tanto el protagonista como la narración, transitan fluidamente entre ese plano dominado por el temor y el pesar, el de los vivos; y el sentenciado a la penitencia y el olvido, el de los muertos. De ahí que toda la película mantenga un tono opresivo y afligido, donde los vivos parecen condenados a cumplir unos compromisos con la muerte. Y aunque esta situación se haga más evidente en esta población, lo cierto es que se aplica a todo el país, donde las violencias han estado dispersas por todo el territorio y los ríos irrigan cada rincón como potenciales vertederos de muerte.
Para sostener este tono y en consecuencia con su historia, la película propone una cuidada fotografía, atenta en sus encuadres y composición a los contrastes de ese amplio y soleado paisaje, lleno de vida natural, pero también de personajes pesarosos. Y en las noches, aprovecha la fotogenia de la luz de las velas, siempre asociadas a las plegarias y los muertos, para crear unas atmósferas de lúgubre belleza. Porque esta película la definen esos opuestos, que empiezan por la dicotomía entre vida y muerte, determinante en la existencia, pero que un país como este se presenta con una nefasta variación de violencia, injusticia y olvido.
* Desde 2021, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), a pedido de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), emprendió una labor de identificación y recuperación de cuerpos víctimas del conflicto que se encontraban en el cementerio La Dolorosa de Puerto Berrío.
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