Oswaldo Osorio
Esta es una película sobre el campo y un campesino antioqueño, pero con una imagen de ellos muy distinta de la que aún tiene presente el imaginario colectivo, la televisión y los anuncios publicitarios. Esta es una versión actualizada y más fehaciente de lo que sucede realmente en la ruralidad de este departamento y del país entero. El relato se sumerge entre montañas y cafetales, sin perder de vista su conexión con la ciudad y con la intención de hablar de una serie de facetas de la vida campirana hasta ahora inéditas en el cine colombiano, y lo hace con sutileza e inteligencia, sin incurrir en obvias exposiciones antropológicas y con imágenes que saben expresar el peso e intensidad del paisaje.
Jorge es un joven que, a diferencia de casi todos sus amigos, decidió quedarse a trabajar la finca cafetera de su familia. Esta situación opera como premisa general que atraviesa toda una serie de situaciones y conflictos convergentes en él, pero que están conectados orgánicamente por un guion sólido y lúcido con lo que quiere decir. Hay un amorío prohibido con su prima, una maldición que lo ronda y que se remonta a la muerte de su padre, la sincrética idiosincrasia del campo, la soledad que campea por senderos y cafetales, la sombra de un viejo amor que regresará de visita y la roya, una amenaza concreta para un mundo ya amenazado por el abandono y que, además, opera como metáfora del desmoronamiento de su universo.
Unos años atrás, este director, oriundo de un pueblo del suroeste antioqueño y cuya juventud y formación audiovisual tuvieron lugar en Medellín, dirigía su muy citadina ópera prima Los Nadie (2016), una película que también habla de la juventud, de sus expectativas de vida y de su relación tirante con el entorno. Sin dejar de sorprender por la contundencia con la que también supo construir este universo rural, se puede entender, entonces, esa capacidad de ambidiestro con el campo y la ciudad, un doblete de opuestos que ha sido frecuentemente un punto de tensión en el cine nacional.
Esa tensión está en el centro de esta historia y de la construcción de su protagonista. Su decisión de quedarse, de acuerdo con la forma en que es planteada y desarrollada por el relato, es una declaración de principios de la película. La parquedad de Jorge y un cierto tono melancólico que logra la narración, sin ser sensiblero ni condescendiente, impelen a comprender su drama y el de su hábitat, así como lo trágica que resulta esta pragmática migración de las nuevas generaciones de campesinos hacia la ciudad. Incluso la historia sabe jugar con la expectativa de una posible partida de él cuando confronte su vida con la de sus amigos y, sobre todo, con su exnovia.
Ese encuentro, especialmente la fiesta, es como si fuera un largo clímax de la película. Allí se da ese choque entre el campesino “puro” y los “contaminados”, pero es una división que, inevitablemente, solo la hace el espectador, no Jorge, y esa diferencia de percepciones es una de las clarividencias de este filme, indudablemente producto de la doble raigambre del director.
Ese encuentro es un brusco cambio en el tono y el tempo de la película, incluso en su concepción visual. Es apenas obvio, entran más personajes a relacionarse con el protagonista y están en modo fiesta y jolgorio. Porque el resto del relato la respiración es la de ese campo que se está quedando deshabitado, es una atmósfera donde la cotidianidad y las acciones simples definen el carácter y estado de ánimo de los personajes. Las preocupaciones son otras, aunque igual de intensas. Por eso no hay mucha diferencia entre el conflicto que tiene con su exnovia y el que tiene con su prima. Igual hay sentimientos encontrados y duras decisiones qué tomar.
Si Los Nadie era la película de un joven irreverente que quería hacerle ciertos reclamos al mundo con desparpajado ímpetu, esta es la de un director adulto que identificó un silencioso y gran problema de nuestro tiempo, lo supo observar de cerca y deconstruirlo desde distintas facetas, para luego amplificarlo ante nuestros ojos y así poder corregir un poco esos lugares comunes que tenemos del campo.
TRÁILER
Oswaldo Osorio
La historia nacional siempre ha sido una deuda del cine colombiano, y especialmente hay unos episodios o temas que han debido abordarse desde hace mucho tiempo y con mayor frecuencia. Uno de ellos es el de los llamados bandoleros en la época de la Violencia. Esta película paga una cuota de esa deuda al contar la historia de Rosalba Velasco, alias La sargento Matacho, un relato convincente en su puesta en escena que propone una singular mirada de la guerra desde esta particular mujer.
Lo que más llama la atención de esta historia, por supuesto, es la naturaleza de su protagonista, no solo por el hecho de ser mujer, con todo lo que esto implica, como se verá, sino también porque, inicialmente, es una víctima, pero que luego deviene en victimaria. Esa ambigüedad moral y lo que podría verse como una justificación de sus acciones y su actitud, de alguna manera la hace un personaje más complejo y atractivo. Aunque también se puede cuestionar su construcción y el insólito papel que desempeñó en este conflicto.
Después de presenciar la muerte de su esposo a manos de las fuerzas oficiales, Rosalba comienza a hacer parte de la resistencia que los liberales instauraron en el campo, lo que subsecuentemente terminará siendo el nacimiento de la guerrilla en el país (véase Canaguaro, de Dunav Kuzmanich). Primero, se arroja de frente a la guerra por su cuenta, impulsada por el deseo de venganza; y después, termina siendo reclutada por los grupos armados y hasta siendo la pareja de varios de sus jefes, incluso quedando embarazada varias veces.
Hasta aquí puede ser claro lo que ocurre con esta mujer y su contexto, no obstante, el relato se ve condicionado por un aspecto que lo cambia todo y que se puede leer de distintas formas: resulta que la sargento Matacho, como fue bautizada por arrojada y sanguinaria, es presentada como un ente que no habla ni puede tener algún contacto emocional con nadie. Esto se puede ver como una consecuencia de la despersonalización por el trauma de la guerra o también que lo que parecía ser ese personaje complejo y atractivo, termina siendo un monigote unidimensional que solo reacciona en circunstancias extremas.
Es por eso que es el coro de personajes que la rodea y sus circunstancias, son lo que mueve la historia y plantea sus ideas sobre el conflicto y este significativo periodo de la historia del país. Ella, en cambio, parece quedar reducida a un objeto, ya de ese mundo machista (el de esta cultura y la época) o de la guerra misma; o incluso un objeto del mismo argumento y de la narración.
En otras palabras, esta película puede ser vista como el intenso relato de una mujer arrastrada a la espiral de la guerra, o también como la historia que reposa sobre un ambiguo personaje que es presentado como una cosa (una víctima convertida en aguerrida victimaria), pero que termina siendo otra (excusa argumental y objeto unidimensional usado por su entorno machista).
La sensación que queda, entonces, es la de una película acertada en su puesta en escena, la recreación de una época y su contexto, una mirada reflexiva al interior del conflicto y un coro de actores y personajes que hacen funcionar tanto el relato como la historia. Pero por otro lado, esa protagonista, que sirvió de hilo conductor para que todo esto sucediera y con la que el espectador se identifica casi todo el metraje, en retrospectiva parece solo eso, un hilo fino al que hay que inventarle una interpretación en los sucesos, sin dimensión ni matices, un animalito que solo sirve para matar y para parir… Aunque ya a partir de esta última contradicción se podría empezar a escribir otra crítica de la misma extensión.
Publicado el 10 de septiembre de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Por Oswaldo Osorio
En el universo de la gente de la calle no todo es miseria, en esta película se les ve con una cierta dignidad, con un halo de trágica poesía y nos devuelven una mirada desafiante y una -más o menos consistente- actitud de renegados sociales. Aunque está protagonizada por recicladores, bazuqueros, prostitutas y todo tipo de trabajadores callejeros, no hay ni un atisbo de pornomiseria, es decir, de explotación de la marginalidad y su tratamiento sensacionalista, que es un fantasma que ha estado siempre presente en el cine, el periodismo y la televisión del país.
Mendoza es conciente de este término inventado por Luis Ospina y Carlos Mayolo, eso se evidencia al inicio del filme cuando, sobre los créditos, pasa un segmento de la banda sonora de la insigne Agarrando pueblo (1978), la película con la que los dos cineastas caleños definieron y criticaron la pornomiseria. También se evidencia al final, cuando el filme es dedicado a Ospina y a su pueblo. Por eso el novel director era consciente del cuidado que debía tener al abordar estos temas y eso se refleja en su película.
De ahí que la marginalidad presente en esta historia no solamente es consecuencia de unas condiciones sociales, sino que también es una suerte de elección, una decisión tomada por muchos de los personajes para vivir al extremo, esto es, optando por la droga, con todos sus infiernos y euforias, renegando de la “vida normal” y concibiendo su permanencia en la calle como una forma de libertad, así como lo es el desprendimiento de todo tipo de lazos, como la familia, el pasado, los bienes materiales y hasta la lealtad a los amigos.
Es por eso que todos ellos son personajes anti sistema, en especial su protagonista, Raúl, quien si bien fue empujado a la calle por la violencia en su tierra, termina por asumir con firmeza su marginación de la sociedad. De ahí su actitud altanera, inconsecuente –casi nihilista– y agresiva con el mundo, incluso –o sobre todo– con quienes le tienden la mano. Se le ve, entonces, como un personaje construido a partir de una compleja contradicción: en ocasiones definido por su mezquino individualismo y otras veces cálido y fraternal, además de temerario y fatalista al asumir la vocería de sus congéneres y plantarse frente a las instituciones y lo establecido.
La cinta pretende recrear los aspectos esenciales de lo que es la vida en la calle, todo articulado a partir de Raúl y de un espacio concreto, una esquina donde una pequeña comunidad se moviliza cada vez que se enciende la luz roja del semáforo. Este retrato se mueve entre la apología a este estilo de vida y al carácter marginal de estas personas, y la visión cruda de una existencia llevada al límite y llena de carencias y frecuentes tragedias. Pero la película nunca juzga, ni para bien ni para mal, todo lo contrario, trata de acercarse y comprender dicho universo, sin tampoco querer caer en el ensayo sociológico.
De manera que en la concepción de ese universo y el tratamiento que hace de él, esta cinta resulta lúcida y original, reveladora si se quiere. Sin embargo, algunos de sus procedimientos cinematográficos no son tan convincentes, lo cual le resta fuerza a su propuesta. Las irregulares actuaciones es el principal problema, un riesgo que se corre cada que se trabaja con actores naturales. A veces resulta certera su representación de la naturaleza humana, pero otras veces parecen declamando parlamentos ajenos. Así mismo, los diálogos por momentos se antojan forzados a dar discursos y a crear poesía callejera. Y cuando la actuación deficiente y los diálogos desafortunados se juntan, la película cae estruendosamente.
Y aunque narrativa y visualmente también pareciera haber esa irregularidad, ésta es producto de un honesto y audaz deseo de lograr una expresividad propia y vital, con la cual pueda dar cuenta de su universo y sus personajes extremos. Las fugas a la mente alucinada del protagonista, la estructura episódica y por momentos desarticulada, el realismo estilizado de su puesta en escena y la textura con que retrata la ciudad, son pruebas de esas búsquedas narrativas y formales. Y efectivamente, por todo esto consigue ser un relato con una propuesta cinematográfica poderosa, llena de inventiva, estimulante y nunca obvia ni tediosa.
Publicado el 26 de septiembre de 2010 en el periódico El Colombiano de Medellín.
FICHA TÉCNICA
Guión y dirección: Rubén Mendoza
Producción: Daniel García, Diana Camargo B., Rubén Mendoza
Música: Edson Velandia
Dirección de fotografía y cámara: Juan Carlos Gil
Reparto: Alexis Zúñiga, Abelardo Jaimes, Gala Bernal, Romelia Cajiao, Héctor Ramírez, Amparo Atehortúa, Víctor “Rosario” Castro.
Colombia – 2010 – 108 min.
TRAILER
De acuerdo con una equívoca y generalizada idea de lo que es el cine nacional, esta película no pertenecería a él. Pero lo cierto es que la gran variedad en temas, miradas, estilos y universos, es la impronta del cine colombiano desde hace un tiempo. Incluso esta cinta es “mucho más colombiana” que otras que intentan copiar fórmulas foráneas, sobre todo para congraciarse con la taquilla, y eso porque, en esencia, es un relato que da cuenta un paisaje, unos personajes y una problemática que se pueden encontrar en muchas partes del país.
Aunque hablando de fórmulas foráneas, también es cierto que en esta película se puede identificar un tipo de cine que, si bien no es el más popular o frecuente, definitivamente tiene unos referentes definidos, en especial cierto cine europeo o independiente, un cine cerebral y pasado por la elaboración intelectual que lo carga de unos sentidos y connotaciones que van más allá del simple argumento, el cual ciertamente es simple, aunque esto de ninguna manera es un defecto.
La historia simple que cuenta es la de una joven que, luego de que destruyen su pueblo, acude a su tío y cree haber encontrado un nuevo hogar, donde recupera el sentido de la cotidianidad, hasta que la amenaza reaparece. Y es que en esta película no es mucho ni muy extraordinario lo que ocurre, pero sí mucho lo que contempla el espectador y lo que sugiere el director con esas imágenes y las pocas acciones y diálogos.
La película está ambientada en la laguna de La Cocha, en Nariño, con unos paisajes cenagosos y cubiertos de niebla que la fotografía, con sus encuadres, y el montaje, con su parsimonia, saben extraer su ensimismada belleza. En este contexto visual es que se da este relato en el que se impone el sentimiento de pérdida y zozobra que está presente en muchas de las zonas rurales de Colombia. La impotencia y el miedo, y hasta una suerte de resignación trágica, parece ser la actitud obligada de los campesinos que ocupan estos territorios, que solo son suyos hasta que los violentos quieren.
Pero salvo por los dos empalados con los que se inicia y termina la película, la violencia y el conflicto nunca están frente a la cámara ni expresados de forma explícita. Porque lo que define en gran medida la propuesta narrativa y dramática de esta cinta es que todo eso se nos muestra por elipsis (las acciones sugeridas entre dos planos) y por el fuera de campo (lo que sucede fuera del encuadre). Entonces se da un inquietante contraste entre la aparente tranquilidad y sosiego de lo que vemos y la amenazante situación que se cierne sobre los protagonistas.
Así que es un filme definido por el contrapunto entre lo que vemos y lo que no vemos. Un relato empacado en la belleza y tranquilidad que impone un paisaje y su serena rutina, pero que oculta (y solo lo va suministrando lenta y veladamente) ese infierno de país en que muchos colombianos viven.
Publicado el 20 de agosto de 2012 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
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Oswaldo Osorio
La “trilogía traqueta” de Carlos Moreno tal vez no fue intencional, pero sin duda son tres películas que tienen una conexión en sus personajes, universo y lo que de fondo quiere decir el cineasta caleño sobre el narcotráfico. Junto con Perro come perro (2008) y El cartel de los sapos (2012), esta pieza despliega diversas miradas a esa violenta fauna de traquetos que hacen ya parte de la historia y del paisaje del país, y lo hace de forma incisiva, entretenida y con fuerza visual.
Si bien Perro come perro y Lavaperros (2021) no son expresamente sobre el narcotráfico, sus tramas y personajes son consecuencia de esa cultura traqueta que se instaló ya desde hace décadas en el ADN de nuestra sociedad. En el caso de esta última película, la atención está puesta en un patrón de poca monta, de provincia, en decadencia y con una banda en desbandada. Una historia que mira con sorna y casi lástima a estos pobres hombres que son víctimas y victimarios en ese torbellino de violencia que desencadena las dinámicas de quienes están en función del llamado dinero fácil.
Toda su trama gira en torno a una rencilla de este patronzuelo con otro que está en ascenso y a una bolsa llena de dólares. Es decir, nada nuevo, complejo ni trascendental para este tipo de cine. Por eso, la relevancia de esta película se tiene que buscar es en el tono en que está contada y en los detalles con los que Moreno llena de visos su relato. En él hay violencia descarnada, ironía, humor y una suerte de reflexividad sobre la naturaleza de sus personajes en relación con su oficio y su azaroso entorno.
Por esta razón, resulta incluso menos interesante ese patrón paranoico y sociópata que los demás personajes secundarios, quienes abren la gama de posibilidades y matices para dar cuenta de ese universo con todas sus contradicciones: Desde la pareja de incompetentes detectives, que es una evidente mofa a la inoperancia de la ley en este país (lo cual ya se había visto también en otra de sus películas: Todos tus muertos); pasando por el rol dependiente y de usar y tirar de las mujeres en este contexto; hasta la humanidad de los gregarios, que así como matan, igualmente sueñan con un futuro mejor y hasta más simple.
No son tantas películas, como generalmente se cree, sobre este tema y personajes en el cine colombiano. Tal vez la televisión sí ha manoseado más de la cuenta este universo y de manera muy superficial. Pero el cine, aunque no esté contando una historia nueva ni mostrando unos personajes distintos, indudablemente hace la diferencia con su tratamiento, su mirada y la forma de abordar este mundo e indagar en él.
Puede que Lavaperros parta de la misma trama de ambición y muerte de tantos thrillers sobre traquetos, pero también es un viaje a las entrañas e intimidad de unos personajes que se convierten en personas (incluso con sus guiños caricaturescos), así como la radiografía y reflexión sobre un universo muy familiar para el contexto colombiano, pero que solo con acercamientos como este podemos conocer como realmente pueden ser.
Publicada el 8 de marzo de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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