Oswaldo Osorio
El río de las tumbas es una de las películas más importantes de la historia del cine colombiano, en ella, Julio Luzardo, su director, da cuenta de uno de los principales gestos que define las muecas de la violencia de nuestro país: los cuerpos de las víctimas que son arrojados a los ríos y la advertencia que hacen a la gente que, con miedo e impotencia, los ve pasar a lo largo de las riveras.
Más de medio siglo después, Carlos Tribiño retoma este gesto, aún vigente en el conflicto colombiano, pero ya no con el tono de la crítica y jocosa comparsa que hiciera Luzardo, sino más bien a la manera de un poético lamento. La historia de un campesino cercado por esa violencia y la de un niño que se obsesiona por uno de esos cuerpos inertes que bajan por el río, son el relato en paralelo que propone esta película, la cual no hace concesiones a narrativas o moralejas explícitas y obvias.
El del campesino es un retrato apacible y realista. Su cotidianidad y la relación con los vecinos dibujan, en principio, lo que podría ser ese espíritu campirano ideal: el amor por la tierra y los animales, la solidaridad y empatía por los demás, la vida tranquila y simple que desgasta entre la tosquedad y la pureza. Pero ese retrato también trae consigo el del contexto nacional, una tierra lacerada por un conflicto interno de décadas que perpetra gestos como los del boleteo, las casas incendiadas, las masacres y los cadáveres atravesando el país por sus venas fluviales.
La del niño, por su parte, es una desesperada cruzada que debe ser leída más en clave de alegoría que de realismo. No se le debe exigir tanto verosimilitud a su persecución de ese cuerpo durante tantas horas y kilómetros, sino más bien ser visto como el símbolo de todo el dolor y frustración que siente el país rural que ha padecido por decenios el conflicto. Ese cuerpo son todas las víctimas, sometidas sucesivamente a diversas prácticas, desde las más crueles, pasando por la revictimización, hasta la compasión.
Este doble relato, el realista del campesino y el alegórico del niño, están unidos por el clímax de la historia, pero también por los silencios que ceden la elocuencia a las imágenes y, consecuentemente, por su contemplativa concepción visual, la cual es complementada por una fotografía que hace del paisaje nacional un paraíso terrenal que trata de resistirse a la paradoja de ser también escenario de tan descarnada violencia.
Este “río de las tumbas” del siglo XXI ha sido creado con sensibilidad e inteligencia, planteando una narrativa alineada con el cine de autor de nuestros tiempos, donde lo evidente da paso a lo sugerido y el relato busca su propia poética, desatendiendo las exigencias de la narrativa clásica y diciendo lo tal vez muchas veces dicho de una manera diferente, con lo cual puede ser revelador de una forma distinta.
Publicado el 7 de abril de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Hay un singular contraste entre la vocación crítica y transgresora de las historias de Lisandro Duque y su clásica estilística cinematográfica. Las suyas son películas concebidas con toda la corrección y eficacia definidas por el clasicismo del cine, pero también avocadas a cuestionar y arremeter contra la normatividad y las sagradas instituciones. La Iglesia ha sido, especialmente, uno de esos sistemas que han motivado sus arengas y críticas.
El conflicto de entrada de esta película es la intransigencia de un cura frente a las circunstancias de un pueblo. Declara en entredicho la iglesia hasta que no trasladen a un suicida del cementerio. La imposición choca contra la necesidad de los feligreses de mantener sus creencias, en especial las que dependen de las labores eclesiásticas, como los sacramentos.
De esta manera, la película cuestiona el papel que tenía la Iglesia en los tiempos del concordato, cuando el Estado concedió a esta institución una serie de potestades que determinaban la vida civil y cotidiana de los ciudadanos. En tal sentido la historia está condicionada por una anécdota histórica, pues lo que sucede en ella, un cuarto de siglo después de la derogación del concordato, es impensable que ocurra ahora.
Pero igualmente es significativo el momento histórico en que Duque ubica su relato, pues antes de la década del sesenta (o setenta, no es muy precisa la época según los indicios de la puesta en escena) su historia no habría tenido lugar, pues simplemente el poder de la Iglesia, encarnado en la figura del cura, ni siquiera habría dado lugar a una mínima réplica. En cambio, bajo el espíritu ideologizado y militante de los años sesenta y setenta, es completamente lógica la resistencia de algunos ciudadanos y su poder de convicción sobre los demás.
En este sentido, la película tiene un valor y significación en tanto retrata ese espíritu de época, cuando el discurso y la consciencia política estaban definidos por ese contexto ideológico característico de esos años en América Latina. También por eso, y por momentos, podría antojarse un poco envejecido el discurso mismo de la película. Esas circunstancias ya no tienen validez en nuestra época y, en esa medida, esta historia solo tiene significancia haciendo el ejercicio de ubicarnos en aquel contexto histórico.
Independientemente de eso, es una película inteligente, estructurada y con planteamientos significativos, como todas las de este director. Solo molesta la forma maniquea y enfática con que concibe al cura, convirtiéndolo en un villano casi de caricatura y despojándolo de cualquier duda o matiz (si acaso unos gestos mientras lo motilan). Es evidente cómo el director toma partido por la resistencia ciudadana y simplifica al cura como el malo de la película. Aun así, sigue siendo un relato bien logrado, entretenido, ingenioso y de humor fino, además de ser la prueba de que si el cine colombiano tiene un clasicismo cinematográfico, Lisandro Duque es su principal cultor.
Publicado el 20 de marzo de 2016 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
A pesar de los grandes problemas que tiene Colombia con la vulneración de su medio ambiente y sus ecosistemas, no hay un cine de ficción que hable de ello, y aunque documentales sí, no son tantos como debería. Bueno, pero decir que esta película es sobre ecología es reducirla a uno solo de sus tópicos, pero bien sirve como punto de partida o articulador de, más que una historia o narración, una experiencia cinematográfica cargada de sugerentes y provocadoras imágenes, simbolismo, poesía y un protagonista difícil de olvidar.
Aunque, en realidad, es una película con dos protagonistas, uno es F, este singular guardián y sobreviviente de esos parajes; y el otro, es el páramo de Sumapaz, con su particular paisaje y su espesa niebla. Es este espacio el que, sin duda, define mucho de esta obra, desde su concepción visual, pasando por la forma como interactúa F con ese paisaje, hasta los conflictos de fondo que cruzan dicho territorio.
Augusto Sandino, que ya había realizado Suave el aliento (2015), un relato compuesto por tres historias que respiran un pausado realismo cotidiano, le apuesta esta vez a explorar visual y sensorialmente ese espacio que tanto significado tiene en relación con la vida y las condiciones límite. Un paisaje de agua, frailejones y niebla que le dio la posibilidad de crear un universo que muta de lo fantástico a lo surreal y a lo poético.
La película crea allí una atmósfera en permanente transformación, donde puede ser de día o de noche, luminosa u opaca, etérea o trivial, misteriosa o anodina. Y en consecuencia con eso, es como si F asumiera distintas personalidades, por lo que es tal simbiosis y el diálogo material y sensorial entre ambos protagonistas, hombre y paisaje, lo que crea ese lenguaje con el que el filme nos habla, un lenguaje que no es el del relato ficcional, mucho menos el de la narrativa clásica, sino el de la performancia, el delirio, la extravagancia, la anomalía, el extrañamiento y el lirismo.
Se trata de una experiencia (y hay e insistir en que esa es su relación con el público) que juega con los extremos, pues al tiempo que puede plantear imágenes o situaciones transgresoras y hasta desagradables, como algunos momentos de F con su padre o ese cunnilingus con las frutas; también puede haber circunstancias angustiantes, como ocurre cuando la banda sonora ataca con sonidos de guerra; o pasajes que buscan transmitir lo sublime de ese ambiente de vida o la belleza del siempre inquieto velo blanco que se mueve entre el follaje y la montaña.
Por eso es una película que habla con esas imágenes y atmósferas, pero muy poco con diálogos, aunque eventualmente llega el texto a socorrer al sentido del filme de tanta sugerencia y abstracción, textos que se refieren más concretamente a las problemáticas de violencia y amenaza al medio ambiente que ha padecido aquel páramo, y lo pueden hacer tanto poética como reflexivamente. Porque la película hace posible ambos procesos, tanto el sentir como el pensar.
Publicado el 25 de enero de 2022 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
Por: Oswaldo Osorio
El gran error del cine es el argumento, decía Fernand Léger en los años veinte cuando buscaba la abstracción en el séptimo arte. Y no es que esta película de Ruiz Navia sea abstracta, ni tampoco que no tenga argumento, pero sí es claro que no pretendía limitarse simplemente a contar una historia. Porque como Léger, que sabía que el cine podía incluso prescindir de la anécdota para expresar cantidad de sensaciones y emociones, este joven director hace una película cargada de sentidos (estéticos, emocionales y políticos) apelando a las imágenes, a la creación de atmósferas y a lo sugerido, más que a un convencional relato construido sólo a partir de acciones.
De manera que la historia que cuenta es muy sencilla: un hombre va a un pueblo del Pacífico, llamado La Barra, y permanece allí unos días esperando y observando lo poco que ocurre en el lugar. No se sabe bien qué espera, ni tampoco qué lo llevó allí –aunque se sugiere la huída por un desamor–, y mucho menos sabemos con exactitud lo que busca, pero en él es evidente una tensión latente y una expectativa que se trasmiten al espectador y al relato.
Sin la trama como motivación principal, entonces, es el estado de ánimo del protagonista, en relación con el de los demás y con ese espacio al que llega, lo que constituye, principalmente, el cuerpo de la narración, la cual dice lo que tiene que decir, más que con diálogos o con acciones, con silencios, con largos planos que confrontan a los personajes con el paisaje y con actuaciones contenidas, unas actuaciones que no están basadas en la lógica del realismo sicológico, según el cual todos los estados de ánimo tienen que ser explicados.
Sin saber con certeza de qué huye o qué busca el protagonista, lo esencial parece ser lo que encuentra en aquel lugar al que llega. En principio, sólo parece un tranquilo pueblo costero, pero su callada actitud le permite ser testigo de un drama que va más allá de la desavenencia entre vecinos. Es una tensionante confrontación entre lo vernáculo y lo extranjero, entre el paisaje natural y el progreso. El paisa (léase forastero) y Cerebro son los hombres que dan cuerpo a esta confrontación. El uno se quiere adueñar de la playa, ya poniendo empalizadas o cubriéndola con su potente música, mientras el otro defiende el orgullo nativo y el curso natural del lugar. Ambos quieren explotar el turismo, pero son sus métodos los que entran en contradicción.
En medio de esa confrontación están las mujeres, una entrañable y divertida niña y una hermosa y circunspecta joven. Ambas son la conexión del protagonista con aquel bello paisaje cargado de tensiones sociales. Pero es una relación desigual, ya sea por vía del servilismo de la niña o el carácter de objeto sexual de la joven. Esto pone en evidencia, nuevamente, la tirante correlación entre los lugareños y los de afuera. Un delicado equilibrio que eventualmente puede explotar, como parece que ocurre en el resto del país, según se ve tangencialmente en los medios de comunicación.
Pero volviendo al planteamiento inicial, todas estas relaciones y circunstancias no son narradas por una clásica trama, más bien son las imágenes y los ambientes los que cargan con lo más significativo del relato. Hay un sentido contemplativo de la imagen, pero no con intenciones preciosistas, sino que es una contemplación para la percepción, para conectarse con los estados de ánimo de los personajes, con la hostilidad y la belleza que al mismo tiempo tiene ese paisaje y con el ambiente enrarecido de los sentimientos y de las relaciones entre los personajes.
El ritmo de la narración también obedece a este espíritu contemplativo. Los largos planos fijos, los silencios y la parquedad de los personajes hacen que la historia avance con lentitud, una lentitud necesaria para percatarse de lo que hay en el ambiente pero no se ve, de lo que sienten las personas pero no lo dicen, de lo que había antes y viene después pero lo tenemos que suponer. Porque no es una película que apela a los esquemas fáciles del cine, sino que se arriesga a explorar y forzar el lenguaje del cine, para ir más allá de un argumento, para sugerir más allá del plano y de los diálogos, para exigirle al espectador que complete la película en lugar de quedarse pasivamente recibiendo y recibiendo para pronto olvidar.
FICHA TÉCNICA
Dirección y guión: Óscar Ruiz Navia
Producción: Contravía Films, Arizona Films, EFE-X Cine, M Films en asocio con Laboratorios Black Velvet.
Fotografía: Sofía Oggioni, Andrés Pineda Londoño.
Reparto: Rodrigo Vélez, Arnobio Salazar Rivas “Cerebro”, Yisela Álvarez, Andrés Castaño, Karent Hinostroza, Miguel Baloy, Israel Rivas.
Colombia – 2010 – 90 min.
Oswaldo Osorio
Ya la forma como está construido el título de esta película da indicios de que el amor será un objeto elusivo, más una búsqueda que una certeza, o incluso una serie de asuntos que, si bien pertenecen a él, no son necesariamente sus virtudes más deseadas. Con esta desalentadora premisa se echan a andar tres historias que arrastran el peso emocional de unos sentimientos y estados de ánimo marcados más por las carencias y el infortunio.
Es un relato que no se decide entre ser cine episódico o de historias convergentes, aunque esta es una cuestión sin mucha importancia cuando finalmente las tres historias, que son contadas de forma alternada, se desarrollan con coherencia y solidez, avanzando a un ritmo y con unos turnos que permiten engancharse con los tres relatos, así como ir construyendo esa idea que los conecta y que termina por darle sentido a la película como una sola obra.
Una prostituta que necesita hacer un último trabajo para viajar a España y reunirse con su hija, dos estatuas humanas que tratan de establecer una conexión más allá de su coincidencia como artistas callejeros, y una vieja pareja de esposos distanciados por el peso de los años y por una insólita osamenta que se instala en su casa. Así pues que en estas historias parece haber más desamor, o la ausencia de este, que el anhelado sentimiento. Pero en el fondo, a todos ellos los mueve su búsqueda, no importa lo distante que parezca en el momento y en su situación.
Y justo porque están en medio de esta búsqueda, necesariamente son personajes solitarios, una soledad que empieza por unos hijos ausentes y que es reforzada por una ciudad que bulle de vida por todos lados, pero donde cada quien anda en lo suyo. Incluso sin tratarse de una película sobre la violencia en Medellín, hay una hostilidad latente y unos indicios del pasado que posicionan esta violencia en la atmósfera de la ciudad. Y la noche siempre como cómplice de esta hostilidad y violencia.
También el protagonismo de la noche contribuye a crear una concepción visual atractiva y cuidada, donde el color, la luz, las sombras y los ambientes, tanto de la ciudad nocturna como de los interiores, enmarcan y complementan los estados de ánimo de los personajes (salvo por la casa de la pareja de esposos, con un enfático alto contraste que parece más producto de una artificial estilización que de la lógica de ese espacio y sus habitantes).
Con un registro muy diferente a su celebrada Los colores de la montaña (2011), el director Carlos César Arbeláez propone una obra en otro contexto y con un tema muy distinto, pero aun así, prevalece el buen pulso de un cineasta que sabe construir atmósferas, establecer relaciones entre los mundos internos de sus personajes y el contexto social, así como hablar de unas ideas y emociones de gran fuerza dramática, aunque siempre proclives a la desventura.
Publicado el 4 de diciembre de 2016 en el periódico El Colombiano de Medellín.