Oswaldo Osorio
No importa que un tipo de cine o narrativa nos tenga al borde del agotamiento y el hastío, porque si la película tiene algo que decir y lo hace con convicción cinematográfica, siempre bienvenida será. Eso ocurre con este documental de Daniela López, otro relato más, de los tantos que ha tenido el cine colombiano de la última década, donde se impone la voz de la propia cineasta hablando de su familia. En este caso se trata de su abuela y el duro testimonio de maltrato que padeció, pero que es contado aquí con riqueza de recursos, así como con lucidez y contundencia en la reflexión de fondo que propone.
Martha fue vejada y amenazada, durante casi cuatro décadas, por Amando, su marido con paradójico nombre para esta historia. Era maestra, y tal vez por esto tuvo una mayor consciencia de lo que vivía, aunque eso no le sirvió para librarse a tiempo de su verdugo, solo para soportar su carga haciéndola manifiesta a través del lenguaje, ya fuera de grabaciones de audio, un diario y cartas a su familia. Este material, junto con fotografías y grabaciones de video, testimonian el martirio de esta mujer, quien, igual que muchísimas otras, fue víctima de una violencia de género enquistada en un mundo patriarcal, el cual tiene aun mayor peso en una región como Antioquia.
Pero lo peor de esta violencia de género es el silencio impuesto por esa cultura patriarcal y por un absurdo sentido de vergüenza que acalla cualquier voz al interior de las familias. Aunque esa cadena de silencio la empieza a romper Martha con el registro de sus palabras, y a este gesto liberador le da continuidad su nieta, amplificando su voz con este relato cinematográfico. Amabas son conscientes de lo que significa su transgresión y ese es siempre uno de los principales cuestionamientos que tiene este cine autorreferencial: las sensibles y difusas líneas que se pisan o se cruzan, tanto desde lo ético como lo emocional, en relación con el círculo familiar.
Pero la causa mayor suele imponerse, y en este caso es reivindicar a Martha, resarcir, aunque sea simbólicamente a través de la película, todo ese dolor, físico y emocional, que padeció, así como superar ese silencio cruel que terminaba siendo más oneroso que el maltrato mismo. Es por eso que este documental produce unas sensaciones encontradas, pues, por un lado, resulta una historia de vida tremendamente dura y hostil, y por otro lado, está todo ese proceso de liberación y resiliencia al que la película termina contribuyendo y, cualquiera esperaría, dándole cierre.
No obstante, los planes de Daniela López con esta pieza van más allá del caso de su abuela, porque con su propia voz, que no oculta su pesadumbre y desazón, pone en cuestión el estado de cosas para con las mujeres como su abuela, no solo frente a ese hombre maltratador, sino también ante el silencio y hasta la anuencia cómplice de la familia, así como con relación al contexto social y cultural que alienta, justifica y oculta este tipo de comportamientos.
Esta voz lo que hace es amalgamar un relato en el que sabe incorporar todo ese material que le proporcionó su abuela, así como su diálogo (incluso con cierto grado de confrontación) con fu familia, y además, una amorosa cercanía y solidaridad con Martha, su historia y su ser. Por esos se trata de una película sólida e inteligente en su construcción, que es capaz de trascender un caso específico para denunciar un inveterado comportamiento social, y al mismo tiempo, ser un relato íntimo, cálido y entrañable.
Oswaldo Osorio
Aunque casi todas las películas sobre Medellín tienen que ver con la violencia, aun así es un tópico del que todavía falta mucho por decir, porque esa veintena de títulos que lo abordan todavía resultan insuficientes para dar cuenta de un tema tan complejo e intenso, y más cuando se trata de una revisión del pasado. Esta película habla de eso, la violencia de Medellín en el pasado, y lo hace de manera directa y honesta, revelando todo un complejo contexto a partir de un caso particular.
Basada en el libro Para matar a un amigo (2012), escrito por Juan José Gaviria y Simón Ospina, la película relata la historia de Julián Vidal, un joven de una privilegiada familia con un grupo de amigos de su misma clase. Ese es el caso particular, mientras que el contexto es la gran fractura social que vivió esta ciudad entre finales de los años ochenta y principios de los noventa por cuenta de la irrupción del narcotráfico y la consecuente violencia y descomposición social.
Es el momento cuando se entrecruzan las dos ciudades y las dos mentalidades prevalecientes en ellas, esto es, por un lado, la ciudad privilegiada, conservadora en sus valores y confiada de su supremacía y pujanza; y por el otro, la ciudad marginal, violenta y caerente de oportunidades que descubre el tentador camino del dinero fácil. Ya Sumas y restas (Víctor Gaviria, 2005) había mostrado esta situación, pero directamente desde el narcotráfico y más dando cuenta de cómo una ciudad permeó a la otra.
En la película de Restrepo, en cambio, si bien está presente dicha mezcla, hay mucho más énfasis en el choque entre las dos ciudades, pero un choque también representado de forma compleja y hasta ambigua por la figura del protagonista, quien parece llevar las dos ciudades dentro de sí, pues tiene ese convencimiento de ser mejor que otros y pertenecer a una “raza” de emprendedores colonizadores y ahora poderosos industriales, pero también un asesino despojado de toda moral o remordimiento.
Aunque es él y sus asesinatos el hilo conductor del relato, en últimas puede verse solo como un asunto anecdótico, pues la verdadera fuerza y las connotaciones que deben ser leídas en la película están en ese universo en descomposición y lleno de zozobra que sabe construir el director, el cual también ya había sido trazado de forma parecida en Apocalíspur (Javier Mejía, 2006). Es la trágica transformación de una sociedad, que en este filme puede verse de muchas maneras: los diferentes destinos del grupo de amigos, la normalización de las muertes violentas, el estupendo arco dramático que experimenta la madre, la aparición en escena de la mafia y, claro, esas contradicciones encarnadas por su protagonista.
Tal vez lo único que no funciona bien en la película es que el espectador se enfrenta a una contradicción, y es que, si bien siempre está en presencia del protagonista siguiendo sus acciones, lo cual suele producir identificación o que se le tome simpatía, el problema es que esto no parece ser posible con este personaje, quien pocas cualidades o gestos tiene para crear esa conexión del público con él. La consecuencia de esto puede ser un distanciamiento del espectador frente a ese personaje central y, por consiguiente, al relato mismo. Es por eso que el mayor atractivo de cara al espectador, se sitúa en la trama de contexto, en esa transformación y choque de la ciudad antes referidos. Si solo se enfoca la atención en lo que hace Julián, se le podría perder el interés al relato y parecer una historia reiterativa.
De otro lado, es una película con la factura y la eficacia narrativa propias de un director que ya había demostrado su buen oficio con La primera noche (2004) y La pasión de Gabriel (2008), otros dos títulos que también revelaron el espíritu e implicaciones de la violencia en el país y que, como en esta nueva obra, contribuye a reflexionar sobre esa violencia y crear memoria, la cual sirve para prevenir que ciertas cosas no vuelvan a suceder.
Publicado el 12 de noviembre de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Esta película también se pudo haber titulado Madre, como el anterior corto de este cineasta que dirige con esta su ópera prima. La razón es porque la primera idea, sentimiento e historia en las que parece centrase Amparo gira en torno a la figura de una madre. No obstante, entre la aparente simpleza de su trama y el posible distanciamiento de su dramaturgia, hay otros aspectos de gran fuerza y serias connotaciones de contexto.
La trama y el conflicto central se resumen en la pequeña pero difícil odisea de Amparo por conseguir el dinero que evitará que a su hijo se lo lleven para el ejército. Es un planteamiento sencillo, pero inmenso para las posibilidades de una madre soltera y asalariada que lo “único que tiene en la vida son sus hijos”. En su concentrada y casi obsesa forma del relato y la cámara de seguir y mirar fijamente a esta mujer, de forma sutil pero contundente, van apareciendo toda una serie de capas, temas y problemáticas que exigen la lectura atenta del espectador.
Las llamadas “batidas” a finales de los años noventa en Medellín (como en toda Colombia) dan cuenta de esa práctica de un país en guerra de buscar su carne de cañón en los más jóvenes y de las clases bajas, una misma lógica que solo prefiguraba lo que apenas unos años después sería la nefasta directriz de los fasos positivos. De ahí a exponer la corrupción de un ejército que tiene en la guerra su oxígeno vital, solo hay de por medio algunas escenas y los rostros burlones o impenetrables de algunos militares.
Pero más allá de una condición económica adversa, una sociedad que poca compasión tiene para con su condición de madre soltera y una institucionalidad que impone su degradación ética, lo que parece más sistemático en la vida de Amparo es su lucha y resistencia contra un mundo dominado por hombres, con todo lo impositivo y depredador que pueda ser, más aún unas décadas atrás. Este mundo de hombres solo se ve en los ojos y los gestos de una Amparo que recibe una tras otra pruebas de abuso y desdeño por parte de ellos, pues resulta evidente la decisión estética, con toda su carga de sentido, de que la cámara casi siempre se quede con su rostro y deje a todos esos hombres fuera de campo.
Claro, esta decisión también hace más evidente otro gesto formal que se pone de manifiesto en la puesta en escena y en la actuación de la protagonista, y es el mencionado distanciamiento dramático, una especie de sequedad emocional y mutismo que desemboca en una suerte de desdramatización, la cual tiene en su escena final un culmen que hace incluso cuestionar la lógica de la situación, pues puede resultar extraña la (no)reacción de esa madre. Por eso es una película para la que hay que sintonizarse con el código que propone, que es la de un realismo más cerebral y formalista, que difiere en mucho de aquel propio del realismo social o del de un director como Víctor Gaviria.
Una película como esta hay que celebrarla, de un lado, porque confirma la promesa y trayectoria de un director que tiene una visión personal y algo qué decir; y también porque es de esas propuestas que, a partir de una trama simple y eficaz, sugiere otra serie aspectos que potencian su fuerza y sentido.
Publicado el 3 de mayo de 2022 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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Oswaldo Osorio
El amor siempre está poniendo pruebas, pero unas son las de tiempos de guerra y otras las de tiempos de paz. A Cristian y Yimarly, una pareja de desmovilizados de las FARC, le ha tocado vivir y superar las unas y las otras. Esta película da cuenta de ello, y lo hace con cierto sentido dramático, como deberían contarse la mayoría de las historias de amor.
Este documental llega a sumarse a muchos otros que se han hecho sobre el conflicto y el posconflicto en Colombia y que no habrían sido posibles de no ser por la firma del acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016: La mujer de los siete nombres (Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, 2018), La niebla de la paz (Joel Stangle, 2020) y Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), son solo algunas y por solo mencionar los más elocuentes; estos son documentales que, junto con el de Bernal, hacen evidente la inhumanidad del conflicto colombiano, las esperanzas depositadas en la desmovilización y las dificultades de una paz que han querido hacer trizas.
Porque cuando películas como estas revelan el contraste entre la paz y la guerra en unas zonas y unas personas que antes no habían conocido otra cosa distinta al conflicto, resulta mucho más absurdo e indignante que haya quienes estén en contra de los diálogos, que no son solo los políticos de derecha, sino todos esos ciudadanos, la mayoría citadinos que nunca tuvieron contacto con la guerra, que votaron en contra del tratado en ese infausto referendo.
Entonces, ver vidas reconstruidas como las de esta pareja, dan una esperanza de que las condiciones de este país pueden mejorar. Porque ese viaje que hacen ellos y su relación durante este relato, no es otra cosa que la materialización de una oportunidad que antes no tenían y que se las dio el tratado. De ahí que lo que más sorprende de este documental es su capacidad para retratar, en cuatro años que duró su rodaje, la transformación de Cristian y Yimarly. Ambos, peros sobre todo ella, empezaron siendo unos jóvenes vivaces e ingenuos en relación con ese mundo exterior (el de la paz), pasaron por el entusiasmo del nuevo hogar y de llevar su relación con mayor libertad, hasta terminar como una pareja de adultos conformando una familia y asumiendo nuevas responsabilidades.
Con algunos gestos propios del periodismo, en especial en las entrevistas iniciales en el campamento guerrillero, pero luego con la tozudez y paciencia que requiere todo documental que busca dar cuenta de un complejo proceso y de una historia de largo aliento, su director construye su relato jugando con la administración de la información y con los puntos de vista para enfatizar esos picos dramáticos connaturales a toda historia de amor y a este difícil camino de la reinserción a la sociedad civil.
La guerra, la paz, el amor y el país en que vivimos. Se me ocurren pocos conjuntos de temas tan atractivos como estos para que al público nacional le interese una película. Aun así, sabemos que hay muchos colombianos a los que no les interesa el cine nacional, y menos el documental, eso lo puedo entender, pero que tampoco les interese la paz del país, eso sigue desafiando mi razón y cualquier tipo de humanismo.
Publicado el 15 de noviembre de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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Oswaldo Osorio
Los mecanismos de control y represión del sistema patriarcal sobre las mujeres han sido diversos. Históricamente se han destacado el religioso y el político, pero uno de los más taimados e hipócritas ha sido el médico, respaldado por disciplinas con pretensiones de ciencia y legitimadas por la institucionalidad galena. Esta película es, al tiempo, una historia familiar, una investigación documental, una denuncia de esa represión médica y la reivindicación de una mujer.
El documental es dirigido por Catalina Villar, una cineasta y formadora de larga trayectoria, tal vez ya más francesa que colombiana, pero eventualmente regresa a contar historias de su país. Empezó con un reconocido trabajo, Diario de Medellín (1998) y en 2017 codirigió con su esposo, Yves de Peretti, Camino, un documental que, como preludio, dialoga con Ana Rosa, porque habla de las relaciones de la psiquiatría con la ciencia, el poder y la norma.
Todo empieza con el hallazgo de una foto, el único vestigio de la abuela de la directora, de quien solo sabía que tocaba el piano y que le habían hecho una lobotomía. Con estos tres datos Villar se lanza a una pesquisa con familiares, archivos y expertos para conectar esa historia familiar con aquella hórrida práctica médica. La primera certeza es que a Ana Rosa la habían borrado de la historia, entonces ese se convierte en el principal propósito del documental, reescribir la biografía de esta mujer y las razones de esa vergonzosa y vergonzante invisibilización.
Sin que el documental sea especialmente atractivo cinematográficamente, ni en su concepción visual ni en sus formas narrativas, su talante de trabajo investigativo lo hace un relato cautivador y revelador, pero también indignante cada vez que va arrojando luces sobre la vida de Ana Rosa y las prácticas en relación con la salud mental, no de las personas, sino particularmente de las mujeres en aquella época. También se destaca la voz de la propia directora conduciendo ese relato con sus preguntas y reflexiones, tanto sobre su abuela como sobre tales procedimientos de la neurocirugía y el contexto social que las aprobaba y luego las silenciaba.
Sorprende aún más de esta historia quiénes fueron los que autorizaron su lobotomía y las veladas razones para hacerlo. Sorprende también el premio Nobel que le dieron al médico que inventó el procedimiento, así como tantos otros datos y circunstancias de esta infortunada historia. Bueno, por lo menos ahora nos sorprenden e indignan esas cosas, un indicio de que los tiempos han cambiado, pero las luchas por la equidad de género necesariamente perviven, aunque ya no sea frecuente que se borre la existencia de una mujer a causa de su “notable daño al buen servicio”.
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