El hombre sabio y el hombre díscolo

Por Oswaldo Osorio

Si todo hombre necesita un guía, es tal vez porque la vida necesita instrucciones, por eso hay maestros y discípulos. Aunque esto no siempre se da ni es tan simple como suena, y así lo demuestra esta película, una sugerente y nada sencilla pieza en la que el siempre estimulante Paul Thomas Anderson enfrenta a dos hombres, con dos formas distintas de concebir el mundo y afrontar la vida, que no necesariamente son incompatibles, porque de hecho, también se trata de la historia de una entrañable amistad.

Estos dos hombres tienen en común la ambigüedad que los define. Mientras el maestro puede ser visto como un hombre místico, carismático y lleno de una serena sabiduría, también podría verse en él a un falso profeta que engatusa y explota a sus seguidores; el pupilo, entretanto, puede definirse como un ser primario, vicioso y violento, pero también como un hombre en esencia noble y libre de prejuicios. Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman, por demás, supieron muy bien transmitir la fuerza y ambigüedad de estos personajes.

En este sentido, todo el relato es un constante contrapunto entre un hombre y otro, entre la visión estructurada (independientemente del tipo de ideas en que la basa) y civilizada del uno y el comportamiento errático y de instinto animal del otro. Pero lo que sorprende de esta relación es que parecieran ser dos personas complementarias, como si el díscolo necesitara la mente clara del maestro y a éste le hiciera falta el ímpetu inconsecuente del hombre sin rumbo. Tal vez toda esta película sea para eso, para argumentar la necesidad de ese equilibrio en el hombre, esa pulsión que lo incita tanto a ser un sabio como una bestia.

Sin embargo, al final, ¿Qué aprendió el pupilo? Nada, solo charla ligera para entretener a una amante ocasional, y termina haciendo una caricatura de su maestro, no porque no lo respetara, sino porque ese no era su camino. Y en este sentido el director parece tomar posición, inclinándose mejor por el hombre simple y libre que por aquel otro que cree tener conocimiento y sabiduría, pero con una vida llena de lastres.

Es posible que el problema de esta película –al menos para los espectadores impacientes- es que, para llegar a todo esto, Paul Thomas Anderson debe primero construir unos complejos personajes y una historia cargada de una dispendiosa argumentación y una cadena de episodios que solo muy paulatinamente van desarrollando su tesis, por lo cual el relato se puede hacer pesado y casi invariable, al punto que uno siempre está esperando ese gran giro que nunca llega. 

Y es que al final las cosas sí cambian en la relación entre estos dos hombres, que es lo importante en la historia, la relación entre ellos, pero el cambio es un anticlímax, el cual es consecuente con la lógica del relato y los personajes, pero anticlímax al fin y al cabo. Y es que no podía ser de otra manera, pues se trataba de dos hombres que se encontraron en la vida –como ocurre millones de veces a diario-, entrelazaron sus acciones y afectos mientras cada uno necesitaba del otro y, llegado el momento, se separaron y siguieron sus caminos personales, sin dramas ni aspavientos.

El hecho es que Paul Thomas Anderson de nuevo sorprende con una película original y arriesgada, en este caso con mayor densidad en la idea que quiere poner en juego, aunque más austero –en el buen sentido del término- en los recursos cinematográficos que utiliza, una austeridad que está muy lejos del dinamismo visual de Boogie Nights (1997), de la intrincada estructura narrativa de Magnolia (1999) o del relato épico y descarnado de Petróleo sangriento (2007). The Master, entonces, es una película que no hace concesiones al público sino que, por el contrario, lo pone a prueba con el tipo de relato, lo reta a reflexionar sobre sus ideas y lo deja con más preguntas que respuestas.

Publicado el 10 de marzo de 2013 en el periódico El Colombiano de Medellín.

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