Volvamos a empezar

Por Oswaldo OsorioImage

No acabo todavía de agotar adjetivos refiriéndome a la reveladora obra del japonés Takeshi Kitano y a su filme Hana-bi, cuando nuevamente tengo que emprender un proceso similar con el director Wong Kar-Wai, a propósito de su película Happy together (1997). Aunque el cine del uno, tanto temática como estilísticamente hablando, se encuentra casi en las antípodas de la filmografía del otro, tienen en común una originalidad sin concesiones, un audaz talento, un cierto halo melancólico y poético y la certeza de que con cada una de sus películas están inventando buena parte del cine de fin de siglo.

La presentación en sociedad la hizo Wong Kar-Wai por culpa de Quentin Tarantino y su productora Rolling Thunder con su cuarto largometraje, Chungking Express (1994), y luego, con la prolongación de este mismo filme en otro titulado Fallen angels (1996), obligó a cualquier curioso y buen catador de cine a mirar hacia su temprana filmografía. El resultado de esta mirada retrospectiva fue la inclusión de su nombre en cualquier inventario de forjadores del cine del nuevo siglo. Su obra es un enclave en ese mar de comedias urbanas y películas de acción y de artes marciales que componen el panorama del siempre singular y vivaz cine de Hong Kong: Wong Kar-Wai hace cine de autor donde los géneros son el basal principal de la producción, recrea dramas donde la acción es un imperativo, su violencia no es la del tartamudeo de las armas sino el desasosiego del desamor y sus imágenes no están pulidas con esa vertiginosa precisión propia del cine de la ex-colonia inglesa, sino que son estéticamente descuidadas y sucias (en el estricto sentido del clasicismo cinematográfico) y con una concepción distinta y contradictoria del vértigo y la aceleración.

Ni contigo ni sin ti

En Happy together la eterna ciudad nocturna de Wong Kar-Wai ya no es Hong Kong sino Buenos Aires. Pudo haber sido cualquier otra, porque la capital argentina no tiene otra función dramática y narrativa que ser extraña para una pareja de asiáticos que llegaron a ella “para volver a empezar” una relación que desde el principio se nos plantea como problemática; sólo el hecho de quedar en las antípodas de Hong Kong le da cierta significación, pues acentúa la lejanía en que el par de protagonistas se encuentra con respecto a su lugar de origen. Esta lejanía es el primer signo del desarraigo de los personajes, no sólo geográfico sino también afectivo. Porque son dos hombres perdidos en una ciudad extraña y en la melancolía, que se encuentran indefensos y vulnerables ante las circunstancias, ante su condición de homosexuales y de extranjeros. Por eso cada tanto “vuelven a empezar” esa relación  tormentosa, ese amor fou inconsistente y esa trágica contradicción de los sentimientos que no permite la convivencia ni tampoco la ausencia.

Aparentemente se trata de dos personajes por completo distintos, el uno serio, taciturno, diligente y trabajador, y el otro alocado, cínico, inconsecuente y sin escrúpulos. Pero a la larga terminan por parecerse mucho, en principio porque “todos los solitarios son iguales”, pero también por tener tanto en común: su lugar de origen, su desarraigo, su homosexualidad y su necesidad-hastío ante el otro. Son todas esas cosas las que los reúne y une en una pensión porteña de mala muerte, las que hacen que, en una imagen tan triste como emotiva y llena de significaciones, bailen con melancólica pasión un tango en la sucia y deprimente cocina de aquella pensión. Son esas cosas las que hacen que sean como un par de imanes que constantemente cambian su polaridad, repeliéndose y atrayéndose hasta el desgaste final.

Esta película es otro capítulo del desamor (ese que protagoniza más historias que su contraparte), ese sentimiento que casi siempre conduce, si no a la infelicidad, al menos a la tristeza permanente.  Hay en sus personajes una fatal presencia de la inestabilidad, de la búsqueda sin frutos y de la tribulación, porque siempre algo les falta o les pesa: la añoranza de su tierra o la falta de asidero, ya físico o afectivo; deambulan, soportan la vida en medio de una búsqueda en la que dan palos de ciego; pero aún así hay algo de esperanza, esperan volver a su país, el perdón de un familiar, “volver a empezar” alguna vez o al menos ver las cataratas del Iguazú antes de partir.

Las imágenes y el tiempo

Además de las historias que nos cuenta Wong Kar-Wai, de esas soledades que esculpe en el rostro de sus personajes y de esos universos que construye en torno al animal urbano, al desamor y a las relaciones personales, ya afectivas o fraternales; además de esto, faltaría hablar de la otra parte de su cine, que fascina tanto como sus historias y personajes y que funciona como perfecto complemento, esto es, la manera como registra con su cámara (con la complicidad de su fotógrafo Christopher Doyle) esas soledades y esos universos. Con un estilo en el que muchos han reconocido la frescura del Jean-Luc Godard de los primeros años, especialmente por aquello de las rupturas formales y narrativas, Wong Kar-Wai, quien no niega su admiración por el enfant terrible de la Nueva Ola, afronta sus historias con tal desparpajo formal que sólo podría ser capitalizado de manera tan afortunada por alguien con mucho talento. Este desparpajo es el rodaje sin guión, sólo con una vaga idea de lo que se va a hacer, idea que no está tampoco exenta de cambiar; también es rodar en condiciones adversas: de locaciones, de iluminación y de recursos.

Del desparpajo y la adversidad muchos directores han hecho verdaderos monumentos del mal gusto y la mediocridad, pero ahí radica la cualidad del verdadero artista, del veradero autor, quien puede transformar el deshecho o la ausencia en algo bello y sublime, en una obra que, como las películas de Wong Kar-Wai, van más allá de la anécdota y el retrato. Los tonos grises y opacos acompañan a los dos seres errantes de Happy together en su confusa llegada a la capital del tango y en su ruptura inicial, para luego colorear con extrañas tonalidades su entusiasmo cuando “vuelven a empezar”. Así mismo, las imágenes “robadas” en las calles porteñas, con una cámara al hombro hambrienta, perseguidora y voyeurista, son imágenes-juguete de la concepción del tiempo y del espacio del director: se congelan y se aceleran, y en su constante fluir la lentitud se contradice con la velocidad; el plano es amorfo y de una flexibilidad insólita, pero aún así conserva una expresiva belleza en el registro de todas sus imágenes, gracias a una intuición que sólo el buen artista sensible a la naturaleza de la imagen fílmica posee. Porque los elementos que componen ese estilo visual de Wong Kar-Wai tal vez cualquiera crea verlos en la compulsiva y onanista anti-estética de los video clips y de algunos programas televisivos, pero la diferencia está en el sentido que el director asiático le da a estos elementos, en la manera de ordenarlos, de concebirlos y de usarlos. Porque para hacer un cine así y con esos resultados, no es suficiente poseer o no los medios, ni la existencia o no de un guión previo, sino el talento, el don de artista y una visión personalísima del cine y de la vida.

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