Clint Eastwood, aun autor norteamericano

Por Oswaldo OsorioImage

El estreno de “Poder absoluto” (Absolute power, 1997), más que la llegada de otro thriller político a la cartelera de la ciudad, significa la posibilidad de apreciar una nueva película de Clint Eastwood, ese ya mítico cowboy del séptimo arte que en los últimos años se ha convertido en uno de los realizadores más importantes y talentosos del cine norteamericano.
Infortunadamente con esta película no logró el que debería ser el objetivo de todo realizador, es decir, mejorar cualitativamente su anterior trabajo, ya que superar las cotas marcadas por esa excelente pieza de celuloide llamada “Los puentes de Madison” (1995) debió haber sido un reto verdaderamente difícil. Aún así, este nuevo filme conserva la sobriedad y el pulso firme que casi siempre lo han caracterizado, y resulta ser, en definitiva, un producto respetable que no se dejó intimidar por el género ni tampoco permitió que éste le impusiera sus ya manidas fórmulas.

Dirty Eastwood

Pero antes de emitir más juicios sobre este filme, retomemos el principal atractivo que nos ofrece: su director. Aunque este espigado californiano de 67 años es más conocido por su presencia en el cine como actor, desde hace ya muchos años es director, productor y compositor de la música de sus propias películas. Todo eso, claro, después de haber sido minero, pianista country e instructor de natación en la armada. Como casi todos, comenzó figurando en pequeños papeles de pequeñas películas, en su caso fue “Revenge of the creature”, un filme de horror de la serie B (películas independientes de bajo presupuesto) realizado en tercera dimensión por un tal Jack Arnold en 1955.

Se ciñó por primera vez su revólver de vaquero para una serie de televisión titulada “Rawhide”, de allí fue llamado por el director italiano Sergio Leone para protagonizar “Por un puñado de dólares” (1964), uno de los filmes que inaugurara con éxito el célebre spaghetti western, ese subgénero cinematográfico que alcanzó gran popularidad en la década del sesenta en España, pero especialmente en Italia. Posteriormente protagonizó, también bajo la dirección de Leone, “Por unos dólares más” (1966) y “El bueno, el malo y el feo” (1967).

A su regreso a Estados Unidos, convertido ya en una gran estrella, protagonizó películas en las cuales casi siempre hacía de “hombre duro”, como “Dos mulas para la hermana Sara” (1969) o “Harry el sucio” (1970). A partir de 1971 comienza su trabajo tras la cámara con “Play misty for me”, reservándose también la producción, labor que desde entonces ha desempeñado con una eficacia y economía de recursos poco frecuentes en Hollywood, más aún después de fundar Malpaso, su propia productora. Su filmografía como actor supera el medio centenar de películas y acaba de ajustar veinte como director, función en la cual hace alarde de un talento con una clara evolución ascendente. Sus películas a veces parecen pasadas de moda, pero tienen fuerza y están marcadas por una suerte de dimensión humana, en la cual siempre está espectralmente presente la desesperanza.

Durante la última década particularmente, sus películas han evidenciado grandes virtudes y una madurez cinematográfica que bien podrían otorgarle ese esquivo y difícil de merecer título de “autor”. Con filmes como “Bird” (1988) -basado en la vida del grandioso Charlie Parker-, “Corazón blanco, cazador negro” (1990), “Los imperdonables” (1992) -el último gran western- y, especialmente, “Los puentes de Madison”, Clint Eastwood ha demostrado su enorme talento, el cual está provisto de sobriedad y profundidad humana. Su cine es conservador pero honesto, y está habitado generalmente por personajes solitarios, a veces atribulados o cercados por el fracaso, los cuales miran fríamente el mundo y no esperan mucho de él, tienen su propia filosofía y protagonizan historias de búsquedas y desencuentros. En definitiva, un cine con una marca propia, con un estilo muy personal, en ocasiones irregular, pero que lentamente y sin muchas pretensiones, se ha ido constituyendo en una obra que cada vez gana más relevancia para el prontuario de este arte centenario.

Robar es un placer

Aunque las películas sobre presidentes norteamericanos ya se están volviendo lugares comunes, “Poder absoluto” no sucumbe por completo a este tópico, simplemente hace de él un móvil (que bien pudo ser cualquier otro) para darle pie al argumento. La historia es simple: un ladrón de joyas presencia el asesinato de una mujer a manos de los guarda espaldas del presidente y es buscado para eliminarlo como único testigo de un hecho que podría desencadenar un gran escándalo.

El testigo, interpretado por el mismo Eastwood, tiene las características de casi todos sus personajes: un hombre impasible, sólo que ya más viejo, más golpeado y tal vez más triste; un solitario, porque así lo ha elegido, que trata de no apegarse mucho a las cosas, a las personas o a los lugares. Aunque es un ladrón, parece que lo hace más por pasión que por necesidad, porque es un hombre metódico que le gusta observar y maquinar. En esto resulta muy descriptiva la película, por eso el primer cuarto de hora lo dedica a explicarnos al personaje y su manera de hacer las cosas. No se apresura, como lo haría cualquier thriller, a presentar el leimotiv de la acción, el delito que desencadena los acontecimientos de la trama.

Esa es la principal virtud de esta película, que en ella Eastwood elude los esquemas: no comienza con una secuencia impactante que lo origina todo, tampoco convierte el desarrollo de la historia en una laberíntica trama llena de cabos sueltos y falsas pistas, y mucho menos termina con vertiginosas acciones, que con malabarismos argumentales buscan sorprender al espectador. Sin pretensiones y a través de un planteamiento sencillo, este filme se centra más en la actitud de los personajes, en su sicología, sus planteamientos morales y la naturaleza de ciertas conductas humanas.

Así por ejemplo, en lugar de recitar revejidos discursos sobre la corrupción política, habla de la ausencia de valores éticos y morales en la política y su fuerte tendencia hacia la hipocresía y la traición. Tampoco hace una apología a los supuestos valores o virtudes de quien desenmascara a los culpables de un delito, sino que más bien dibuja a un hombre con sus matices, más cercano al anti-héroe que al ciudadano de bien, y que si tal vez hizo algo heroico, no se afana en pregonarlo para obtener reconocimiento público, sino que prefiere permanecer en el anonimato.

Con un efectivo reparto, complementado con Gene Hackman, Judy Davis y Ed Harris, Clint Eastwood realizó una película, aunque bien hecha y bien contada, más bien modesta si se tiene en cuenta las dimensiones que alcanzaron algunos de sus anteriores trabajos. Sin embargo, es una pieza que se explica sólo a sí misma y que sigue demostrando que estamos frente a un director que no sólo sabe su oficio, sino que también está tocado por el talento.

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