O de amores verdaderos

Por Oswaldo Osorio Image

Esta película no es sólo la anécdota sobre un condenado a muerte que aparenta ser, sino que es, sobre todo, una historia de amor. Es cierto que lo más llamativo y lo que se constituye en  la estructura argumental del filme es este hombre que sólo espera la llegada de una guillotina para mal morir (y mientras tanto hace el bien sin mirar a quién); pero detrás de todo eso está el amor, entregado y casi sublime, de una pareja que va a contracorriente de  la obtusidad de unos funcionarios y que hace posible que aquel condenado conserve un  reducto de dignidad y esperanza mientras llega el invento del doctor Guillotin a Saint-Pierre, una islita francesa casi  olvidada en las costas del norte de América.

Por eso, lo que en manos de otro director podría haber sido una historia picaresca o en tono de comedia, porque la anécdota daba para ello, con el director francés Patrice Laconte se convierte en una historia de amor supremo y conmovedor, como esos que ya le habíamos visto en esas dos excelentes películas suyas tituladas Monsiur Hire (1990) y El marido de la peluquera (1991). Aunque parece que para este realizador ese amor tan elevado tiene su precio, porque todos esos amores, ya sean correspondidos o no, terminan siendo destruidos por ellos mismos o por sus circunstancias. En el cine de Laconte pasan muchas cosas, pero como en La viuda (La veuve de Saint-Pierre, 1999),  no  necesariamente todas esas cosas que pasan son lo más importante, no son su esencia, pues esa esencia generalmente está entre las líneas de esos acontecimientos que conforman sus argumentos. En el caso de estas tres películas, por ejemplo, esa esencia es el amor en algunas de sus muchas variables: amor sublime, amor fou o desamor.

Sutileza y contención

Todo empieza cuando Neel (interpretado sin esfuerzo por Emir Kustorica, ese cada vez más convincente director europeo autor de filmes como Arizona dream  y Underground), asesina a un hombre, en complicidad con un amigo, para saber si era gordo o grande (!), lo cual no dice tanto de lo muy borracho que podía estar aquella noche, sino de su elementalidad racional, pues paulatinamente lo vamos reconociendo como un gigante con mente de niño, tocado por una singular nobleza e ingenuidad. Por eso no le es difícil ganarse el aprecio de Madame La (Juliette Binoche) y luego del pueblo entero. Entonces nadie quiere que llegue la guillotina, sin la cual no  se puede hacer cumplir la sentencia de muerte, y mucho menos ser su verdugo. Ni siquiera las autoridades quieren que nada de eso suceda, pero por miedo al ridículo (una palabrita con la que ya Laconte hizo una película) se empecinan en hacerlo. Por esta razón, los funcionarios, la “escoria civil local” como son llamados por los militares, se convierten en los villanos, no sólo porque quieren matar a Neel, el nuevo héroe y amigo de todo el pueblo, sino por la manera como encarnan la mediocridad y obtusidad burocrática, símbolo del oscurantismo y los prejuicios de una época, de todas las épocas.

Pero aún así todo esto sigue siendo anécdota que complementa o que hace las veces de hilo conductor de un relato que se centra en el amor de una pareja, teniendo cuidado de no hacer mucho énfasis en ello, para que un esmero evidente no le quite la fuerza que le confiere su sutileza y contención, para no hacerlo efectista ni sensiblero como tantas historias de amor que cuenta el cine. El paciente inglés (Anthony Mingella,1996) sería un buen ejemplo de esas rebuscadas y complacientes historias de amor. ¡Lo que pueden llegar a hacer dos directores distintos con  una misma actriz!

En cambio en La  viuda, la historia de amor es la de una pareja íntegra, que desatiende toda esa miopía de su tiempo, porque Madame La y su esposo (Daniel Auteuil), el jefe militar del pueblo  y encargado de la prisión, tienen un amor que los purifica y los eleva por encima de intereses y mezquindades. Además es un amor recreado y transmitido sin melosidades, sin tocarle el ombligo al espectador, sólo vemos una silenciosa entrega y devoción, que exigió de Binoche y Auteuil, dos de los grandes intérpretes galos de esta época, contención en sus actuaciones y economía en sus parlamentos y expresiones: una prueba más de aquello de que menos  es más.

Es este amor, entonces, el alma de la anécdota, la fuerza que le dio vida  y redimió al condenado, ese amor fue promotor y cómplice de la singular historia que se desarrolló en aquel pueblo; aunque el capitán lo hizo por amor a su mujer y ella, en principio, por bondad  y humanismo hacia el condenado, pero luego por el verdadero aprecio  y afecto que le tomó a ese hombre-niño.

Aunque a medida que avanza la  película es inevitable estar más pendiente de la suerte de Neel, de su bondad y don de gentes (extrañamente olvidamos que es un asesino), y hasta el último minuto consterna su perentoria muerte, de todo eso sólo queda el recuerdo de una historia bien contada, emotiva y original; pero luego, también es inevitable pensar en ese par de personajes y su historia de amor, y  entonces no sólo los recordamos sino que todavía podemos  sentir esa emoción, ese sentimiento diáfano y verdadero, sin ningún asomo de alarde, que los unía. De buenas historias está lleno el cine, pero de buenas historias que, además, puedan crear y trasmitir este tipo de sentimientos y emociones, no tanto. Eso sólo lo consiguen unos pocos privilegiados y Patrice Laconte parece ser uno de ellos.

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