A propósito de la publicación de la Revista Kinetoscopio No. 116, dedicada al cine en Medellín, en la cual se registra y celebra el buen año que experimentó la ciudad en su producción cinematográfica, presentamos el artículo central de dicho dossier, el cual realiza un panorama histórico del cine antioqueño.
Oswaldo Osorio
Pareciera que el único cine que se ha hecho en Medellín y en Antioquia es el de Víctor Gaviria. Esto en algunos sentidos es cierto: en la construcción de una obra sin igual, en la relevancia de unos títulos que han trascendido fronteras y en la universalización de una idiosincrasia local y casi excluyente que parte del mismo uso del lenguaje. No obstante, esta figura tutelar del cine de la región es solo el pico más visible de una compleja y cada vez más rica geografía de imágenes en movimiento, la cual se extiende desde las búsquedas de la ficción y el video en sus distintas manifestaciones, hasta la enorme importancia del documental; y desde el nombre de este reconocido director hasta el de decenas de realizadores que siguen o contradicen su escuela.
Es claro que el de Colombia es un cine de regiones, pero el cine bogotano está viciado por los arquetipos y realizadores nacionales, mientras el caleño se ha decantado más por el cine de género. Ahora, Medellín (al igual que el cine de la Costa Atlántica), sí es un caso más claro de esa expresión regional. De nuevo el cine de Víctor Gaviria y su influencia tienen mucho que ver con esto. Los primeros trabajos de este director muestran un especial interés en retratar la cultura e idiosincrasia paisas, y muchos de ellos, incluso, se ocupan de la provincia (La vieja guardia (1984), Que pase el aserrador (1985), Los músicos (1986), Simón el mago (1994). Por eso, tal visión de lo regional en este autor empezó siendo una mirada a lo rural y al pasado, como si fuera esto condición para afrontar luego sus grandes relatos sobre la sociedad urbana y del presente.
Para evidenciar lo que esta coincidencia significa, solo hay que darle una rápida mirada a lo que se podría llamar la prehistoria del audiovisual en la ciudad. Tan solo un puñado de películas conforma ese relato y todas ellas signadas por el fracaso económico o cinematográfico. Desde Bajo el cielo antioqueño (Arturo Acevedo, 1924) se presagia los equívocos rumbos que tomaría el cine en la ciudad, pues fue una película hecha solo por satisfacer el capricho de la clase alta de Medellín y, aunque tuvo un relativo éxito en taquilla debido a la novedad (fue uno de los primeros largometrajes nacionales y el pionero de la región), como expresión cinematográfica estaba atrasada más de una década.
Igual ocurrió con la fallida La Canción de mi Tierra (Federico Katz, 1945), la única película del sonoro que se acaso alcanzó a ser estrenada para terminar en el olvido por su deficiente factura que intentaba remendar una colcha de retazos de canciones populares. Una década más tarde, la iniciativa la tomó quien primero fue visto como un Quijote y finalmente como un vividor, el otrora crítico de cine Camilo Correa (Olimac), quien creó la Productora Procinal. Su única película, Colombia linda (1955), poco tuvo que ver con la ciudad y sí mucho con el escándalo de malos manejos que lo envió a él a la cárcel y a su película a la física desaparición.
Por último, en esta prehistoria, a la que le queda grande ese apelativo, está la figura de Enoc Roldán, un apasionado habitante del municipio de Bello que, con recursos mínimos, tanto técnicos como de formación cinematográfica, realizó varios largometrajes, entre ellos Luz en la selva (1960) y El Hijo de la Choza (1961), pero pasó a la historia del cine nacional por su particular forma de autogestionar su distribución. Por esta época también estaban Ivo Romani primero, y luego Guillermo Isaza, montando laboratorios y consiguiendo los equipos donde muchos de los futuros cineastas pudieron conocer y aprender algo del oficio.
El súper 8, Focine y la tv regional
Para finales de la década del setenta se empiezan a dar unas condiciones en el contexto cultural de la ciudad para que el cine y el audiovisual germinen finalmente. Estas condiciones fueron dadas desde el cine clubismo (como el Cine Club Medellín, el Nacional y el Ukamau), la crítica de cine (la revista Cuadro y la página de cine de El Colombiano, escrita primero por Álvaro Ramírez y Luis Fernando Calderón, luego por Luis Alberto Álvarez) y la literatura (escritores que se mezclaban con prospectos de cineastas en la revista de poesía Acuarimántima y en los talleres de Manuel Mejía Vallejo en la Biblioteca Pública Piloto).
La exhibición alternativa, por su parte, también estaba formando públicos, en especial el Instituto Goethe y la Cinemateca El subterráneo. Esta última fue la encargada de presionar el botón de arranque definitivo de la movida cinematográfica de la ciudad con su Festival de cine en súper 8, que en sus dos versiones (1979 y 1980) ganó Víctor Gaviria, pero que alentó a muchos a empezar a hacer cine desde este formato, para luego pasar a competir por los recursos que daba Focine para los cortos del sobreprecio, que no fueron muchos.
Los que sí sobresalieron más fueron los mediometrajes realizados para esta entidad en su programa Cine en televisión, entre los que se destacan Lunes de feria (1986), realizado por Juan Escobar y Regina Pérez, la pareja de cineastas más activa de los inicios de este periodo; La baja (Gonzalo Mejía, 1986) y las películas de Víctor Gaviria: Los habitantes de la noche (1985), La vieja guardia y Los músicos. También son producidos por Focine los largometrajes El tren de los pioneros (Leonel Gallego, 1986) y Rodrigo D: No futuro (Gaviria, 1990), el primero afincado la idea de la tradicional pujanza de la región y el segundo produciendo una histórica ruptura tanto en el cine nacional como en la imagen que propios y extraños tenían de Medellín.
Otros animadores de esta movida audiovisual, que empezó haciendo cine y se resignó (pero luego le cogió el gusto) haciendo video, fueron los canales regionales y locales de televisión. Teleantioquia se inauguró en 1985 con Que pase el aserrador y permitió que una serie de productoras pequeñas prosperaran y en ellas se formaran los técnicos y creadores que luego se empeñarían en continuar con la realización audiovisual y cinematográfica. Así mismo, de allí salieron series emblemáticas de la región que también formaron muchos realizadores y capitalizaron el talento de otros: Muchachos a lo bien (1995), Actas del 2000 (2000), Ideas en acción (2004), Antioquia letra a letra (2007). Guardadas las proporciones, cuando llegan Telemedellín en 1997 y Canal U en 1999 desempeñan una labor similar.
Los colectivos y la búsqueda del largo
La lánguida década de los noventa en el cine nacional lo fue aún más en Antioquia. Solo al final del decenio se hicieron la vendedora de rosas (Gaviria, 1998) y La virgen de los sicarios (Barbet Scrhoeder, 1999). Pero la movida del video y el trabajo en colectivos como Nickel Producciones, Madera Salvaje o Pasolini en Medellín (este último aún activo), fueron condiciones que impulsaron un nuevo paisaje audiovisual que no necesariamente soñaba con el celuloide. Este paisaje hacía sus búsquedas en la ficción, pero seguía muy arraigado en el documental, y lo hacía recorriendo y confrontando la ciudad, así como testimoniando y cuestionando los problemas propios de la década más violenta de su historia.
Con el nuevo milenio las posibilidades empiezan a ampliarse para el gremio y la producción. El surgimiento, ya no de facultades de comunicación social, sino de programas de audiovisuales en las universidades, igualmente los estímulos tanto de la recién creada Dirección de cinematografía y el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico como las becas de la Alcaldía, y junto a esto, la mayor accesibilidad al video en alta definición, permitió un incremento de la producción de cortometrajes, en distintos formatos y géneros, así como la multiplicación de realizadores, principalmente salidos ya de la academia. Y con estas nuevas condiciones se elevó la calidad de las producciones y la diversidad de las propuestas, sin dejar atrás el buen camino recorrido en el documental y la necesidad de seguir siendo incisivos con la problemática realidad de la ciudad.
En el nuevo milenio el largometraje seguía siendo un sueño arisco, que solo se dejó acariciar un puñado de veces en los primeros tres lustros y siempre con una preocupación por el contexto adverso de la región. El de siempre, Víctor Gaviria, regresa con Sumas y restas (2005), otra mirada inteligente, descarnada y sensible a la configuración de la ciudad, esta vez sobre la perniciosa penetración del narcotráfico en la sociedad antioqueña. Por una línea similar está Apocalípsur (Javier Mejía, 2007), pero esta vez desde el punto de vista de un grupo de jóvenes de clase media de cara a la violencia de los noventa. En coma (Juan David Restrepo, 2011), propone su vidión sobre esta misma difícil realidad, aunque ya cruzada por los códigos del melodrama y el cine de género. Y algo similar hizo Juan Uribe con Lo azul del cielo (2013). Mambo Cool (2015), del estadounidense Chris Gude, también mira la ciudad marginal con una suerte de melancólica poesía; mientras que la única que se sale de la urbe, pero sin olvidar el conflicto que acecha la región, es la celebrada Los colores de la montaña, (Carlos César Arbeláez, 2011).
En 2016 el panorama es el mejor de toda esta historia, en principio, porque se estrenaron cuatro películas de Medellín: Los nadie (Juan Sebastián Mesa), Pasos de héroe (Henry Rincón), Eso que llaman amor (Carlos César Arbeláez) y La mujer del animal (Víctor Gaviria); pero especialmente, por todo ese ecosistema audiovisual y cinematográfico que está vivo y con un gran dinamismo en distintos frentes: cada vez salen mejores trabajos de los programas de audiovisuales; la participación por los estímulos nacionales, locales y regionales aumenta año tras año; hay nuevos y prometedores realizadores y colectivos (como Rara o K-minantes); institucionalmente existe una Política pública audiovisual, una Comisión Fílmica y la voluntad de crear por fin una cinemateca; también hay casi una veintena de muestras y festivales que animan la producción y forman públicos.
Esto quiere decir que aparentemente el largometraje dejó de ser tan esquivo, también que hay formación, un marco de apoyo y fomento, realizadores con conocimientos y talento, y espacios para la difusión y el debate de los trabajos, es decir, todas las condiciones están dadas para que esta historia, que empezó tan precariamente, tome la fuerza y el vuelo que nunca ha tenido.
Publicado en diciembre de 2016 en la edición No. 116 de la Revista Kinetoscopio.
Oswaldo Osorio
El título de cineasta siempre está asociado a los directores que han realizado al menos un largometraje. Y aunque Iván D. Gaona ya dirigió su ópera prima, la película Pariente (2016), mucho antes se había ganado el crédito de cineasta, esto a fuerza de una sólida obra constituida por una serie de cortometrajes que revelaron a un autor dueño de una particular y sensible mirada a un universo que había sido ignorado por el cine nacional. Gaona es el invitado especial del Festival Pantalones cortos, organizado por la Corporación Dunav Kuzmanich, y todas sus películas se podrán ver esta semana en la ciudad de Medellín.
Esta obra empezó con los cortometrajes Tumbado (2005) y El Pájaro Negro (2008), pero es con Los retratos (2012) con el título que se dio a conocer por su larga lista de premios y participación en festivales. En esta bella y divertida película una anciana, que vive en el campo, se gana en una rifa una cámara que toma fotografías instantáneas. El encuentro de ella y su esposo con este artefacto empieza por el extrañamiento y termina en la fascinación de ver su imagen y posar para luego mirarse. Es un relato intimista y espontáneo, que da cuenta de una anécdota cargada de connotaciones en relación con ese entorno rural, con la cotidianidad y con reflexiones sobre el fenómeno de la imagen misma.
Hay en esta historia un personaje llamado Completo, quien es el que le enseña a los ancianos a manejar la cámara. A Completo lo vemos en todos los cortos y en el largometraje de Gaona. Incluso hay un cortometraje titulado con su nombre y protagonizado por él. Este dato es muy significativo porque es uno de los tantos aspectos que nos habla de la unidad del universo que propone este director santandereano. Un universo donde el color local del campo es dibujado con elocuencia a partir de detalles y gestos sutiles y cotidianos.
En sus demás trabajos, El tiple (2013), Naranjas (2013), Forastero (2014) y Volver (2016), ese color local y esos personajes prevalecen y dan cuenta de una dinámica de provincia donde la cotidianidad es potenciada por la sinceridad y fuerza de las emociones y de las relaciones interpersonales, pero también por esa violencia latente, ya sea sugerida o explícita, que está siempre de sonido de fondo en los campos del país.
La mencionada unidad de ese universo adquiere un acabado mayor con su largometraje Pariente, una de las pocas películas que habla abiertamente sobre el paramilitarismo en Colombia, pero lo hace entre las gruesas líneas que traza sobre aspectos que le interesan mucho más este cineasta, como el amor, la música, lo cotidiano, el contacto entre las personas y ese color local que nos revela un mundo inédito en las representaciones audiovisuales del país.
Publicado el 21 de agosto de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Aunque necesariamente las salas de cine volverán a abrir, las plataformas para ver películas y series llegaron para quedarse, pues la pandemia contribuyó a su afianzamiento. Ese es el plan de Cine MAMM Sala Virtual, otra alternativa para ver películas de calidad. El valor agregado en relación con tantas plataformas que ahora existen es la curaduría, esto es, en lugar del espectador enfrentarse a un confuso mar de opciones, aquí encuentra una cuidada y variada selección de títulos de películas independientes, cine colombiano, cine de autor, cine experimental, documentales, series y ciclos especializados.
Podría hacer aquí un largo inventario comentado de los buenos títulos que se encuentran en esta sala virtual del MAMM, pero quiero centrarme en una discreta joya que pasó casi desapercibida por la televisión pública y regional hace unos meses: la serie de seis capítulos Adiós al amigo, de uno de los mejores directores que actualmente tiene el país, el santandereano Iván D. Gaona, un autor con un universo y estilo propios (algo más bien escaso en Colombia) definidos por un puñado de encantadores cortos y el largometraje Pariente (2016).
Es 1902 y, en los estertores de la Guerra de los mil días, un soldado y un retratista (¡Que no un artista!) inician la búsqueda de dos hombres, al uno para darle la buena nueva de que es padre y al otro para matarlo. En esta premisa ya esta definido el espíritu del relato: un viaje en que se trenzan la amistad, la vida y la muerte, todo bajo la sombra de una guerra fratricida que constantemente es cuestionada por los personajes y por la película misma.
Porque a pesar de ser una serie, puede verse también como una película, no solo por la opción que ahora dan las plataformas de ver todos capítulos continuos (en este caso, los seis suman tres horas), sino porque, como ya es la tendencia mundial, las series, ya sea para televisión o para streaming (entre lo que cada vez hay menos diferencias), son concebidas y realizadas con el lenguaje y los valores de producción del cine.
Entonces puedo decir que me vi una película de tres horas de Iván D. Gaona sobre la Guerra de los mil días. Una película donde su sello empieza por los actores naturales con acento santandereano (también muy escaso en el cine colombiano) y contada en clave de western. Bueno, con ese género se promociona, pero se me ocurre que es más por efectos de publicidad y para tener una fácil identificación con el público, igual ocurrió con Pariente. Pero en realidad, lo que yo veo es unos relatos sobre campesinos, ya sea en el siglo XXI o a principios del XX, campesinos envueltos en violencias que no buscaron. Que con el western coincidan los caballos, las pistolas o ciertos paisajes, no es suficiente para considerarlo que pertenecen a él. Las de Gaona son historias de la provincia colombiana, de Güepsa, Santander, la mayoría de ellos, donde la idiosincrasia y el color local de esa región define la naturaleza y los conflictos de los personajes, no un género foráneo.
Por otro lado, esta serie es un alegato contra la guerra y en especial referida a este país, donde luego de dos siglos de guerras internas, su gente siempre parece terminar dividida en dos bandos, generalmente campesinos matando a otros campesinos, muy parecidos a ellos, pero con diferencias que les impusieron los que tienen el dinero y el poder.
Adiós al amigo es una obra fresca y envolvente por ese universo que sabe construir, el cual no se limita a ser un relato bélico y de época, sino que lo sabe cruzar con guiños de humor, poesía y misticismo. De fondo, puede identificarse una fábula pacifista hecha con honestidad y concebida sin miedo a algunas audacias en lo que quiere decir y cómo lo quiere decir. Es cine colombiano hecho para televisión (hasta hace poco esto era una contradicción), divertido, entretenido, con calidad cinematográfica y peso en sus ideas y referentes.
Publicado el 31 de agosto de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
Oswaldo Osorio
Con 180 segundos (2012) este director demostró su habilidad para manejar el lenguaje cinematográfico y el trabajo con los actores. Con su segundo largometraje, Destinos (2015), que se encuentra en cartelera, cambia por completo de registro al pasar del cine de género a un cine más reflexivo y libre de formatos y concesiones.
Hay un denominador común en 180 segundos y en esta película en relación con el uso de estructuras narrativas no clásicas y discontinuas. ¿Cuál es la razón de esto y por qué llegó a estos tipos de narrativas?
La razón es que me interesa la observación. En mi trabajo anterior con el documental siempre tenía una relación con eso y los fragmentos de las vidas que propongo en las dos películas obliga un poco a mirar momentos, así como a generar unos espacios que siento que los lleno con suposiciones personales y espero que los llene el espectador con las suyas. Además, tengo un interés especial en ver la reacción de alguien en una crisis, no ver todo, sino solo ese instante, o verlo antes o después, pero ese instante de la crisis me parece clave y por eso sentí que no había otra forma en estas dos películas para hacerlas sino con la fragmentación.
Aunque hay una diferencia bien evidente en términos de duración de planos porque en la primera espera menos a que ocurra esa reacción, o tiene que ocurrir en menos tiempo por el ritmo que lleva, mientras en esta otra le da más tiempo. ¿Se puede conseguir el mismo efecto aunque el plano dure diez segundos o tres minutos?
Creo que en 180 segundos buscaba generar una base completa en la narración y en la estructura narrativa. El tema era algo que no estaba siendo tan pensado, la película era un poco más racional desde la forma; mientras que ahora en Tiempo perdido (2015) siento que es todo lo contrario, me interesa menos la forma y más la reflexión temática. Tal vez por eso quiero ver con mayor distancia las cosas, detener la cámara en determinado momento, en determinada luz o en determinada sensación sonora. Creo que ambas apuntan a lo mismo, la diferencia es que en la primera hay una racionalidad estructural en el fraccionamiento, mientras la segundos una reflexión temática, pero utilizando aquello en lo que me siento cómodo, que es observar el momento.
Esa distinción también tiene que ver con que la una es cine de género, un thriller, en cambio en la otra está más asociada al cine de autor, al cine de personajes. ¿Cómo fue hacer este cambio tan fuerte?
Desde el momento en que dije que iba a hacer una película, esa película no era 180 segundos. Tenía dos o tres guiones que me gustaban y que cualquiera de ellos podría ser esa película, pero vos sabes que en Colombia toca hacer como una competencia y moverlas en los fondos, y en algún momento repuntó fue 180 segundos. Terminada la película, quería hacer otra, pero con la libertad que da no tener socios con tanto poder en la toma de decisiones. Y no es que no me sienta feliz ni seguro de 180 segundos, para nada, aunque siento que pudo haber sido mejor otro momento para esa película.
Destinos esta dentro de esa línea del cine de autor actual que tiene una predilección por una narrativa de historias naturalistas y personajes cotidianos. ¿Fue consciente elegir esa tendencia o por qué cree que está funcionando ese cine con directores como Sorin, Reygadas o los Dardene?
Yo no buscaba una pose ni entrar en una línea, sino que tenía una serie de historias que eran cortometrajes, eran ocho historias que las llamaba historias mínimas, incluso como en la película de Carlos Sorin, y decidí invitar a una gente a desarrollar ideas. Salió un teaser de ocho minutos en el que encontré un tono, entonces vi allí una película. Ahora que está terminada, empezamos a preguntarnos cómo se va a vender en una sala de cine comercial, pero qué sé yo, a mí me parece que el tema está en proponer una película y luego ver cuál es el público para esa película, no la puede ver todo el mundo, no a todo el mundo le va interesar, pero se puede encontrar cuál es ese público, grande o pequeño. También por eso está el riesgo económico, por eso en esta película no podemos invertir mucho dinero porque va a ser muy difícil recuperarlo.
¿Cómo fue ese origen de las historias y cómo fueron concebidas y elegidas esas historias? Porque no necesariamente todas tienen que ver entre sí.
Con eso pasó una cosa muy interesante y para eso tengo que hablar antes del final. El montajista con el que yo trabajo es Andrés Porras, es alguien con el que yo siento mucha confianza, tanta como para volver a escribir el guion en el montaje. Yo sabía que había escrito un guion que iba hacer modificado, porque la intención era ir a capturar unas cosas y jugar con esas piezas más adelante. El origen fue un ensayo en el que había una serie de historias, con personajes pequeños, personas de esas invisibles, en las que uno normalmente no se fija. Creí que eran unos cortos y empecé a divagar con ellos, entonces me di cuenta de que todas esas personas tenían una nostalgia gigante por algo que les pasó antes y que no los deja moverse hoy en día. Pensé en juntar a todos los que estaban tocados por esa nostalgia y ahí fue donde salió la selección de estas cinco historias. Se trata más de historias cruzadas que de historias paralelas, por eso las historias no tiene que coincidir necesariamente. La metáfora es la ciudad, son personas que en una ciudad, en una capital colombiana o latinoamericana se cruzan, y vos no sabes con quién te cruzas, si vive una gran o pequeña tragedia, no buscaba una coincidencia concreta.
Coinciden tres de los protagonistas de 180 segundos con esta segunda película. ¿Cómo fue ese trabajo con estos tres protagonistas que ya conocía y con los otros actores? Además había que sacarles un registro distinto al de la televisión, pues algunos de ellos trabajan en ese medio y estos son unos registros muy diferentes.
La película pudo ser hecha con actores que no fueran profesionales, pero no estaba listo para hacer esa búsqueda, de pronto después, y eso que empecé en el documental. Estos tres actores que los conocí en 180 segundos (Angélica Blandón, Manuel Sarmiento, Alejandro Aguilar) tuve mucha afinidad con ellos y había una cercanía. Algunos de ellos son buenos amigos que me cuentan cosas y todo eso empezó a permear lo que tenía escrito. Si habían experimentado algo similar a la historia, entonces pensé en aprovechar sus vivencias para la película. Fue la confianza la que hizo que pudiese trabajar con ellos de nuevo, no me imaginaba tener un nuevo actor y proponerle volverse boxeador, ponerlo a entrenar seis meses, decirle que el entrenador lo va a tratar muy mal, etc. Eso no te lo va hacer cualquiera sino alguien que confíe en vos. Y así ocurrió con los demás.
Además, todos los otros personajes que están relacionados con los protagonistas son familiares o amigos cercanos. Esa era otra de las disposiciones del casting, buscar gente alrededor de ellos, por ejemplo, el personaje de Andrés Torres, que es el barrendero, que es un tipo de la televisión, la mamá en la película es su mamá y la chica que está ahí no es su novia pero sí es una amiga. Entonces era tratar de hacer coincidir esa familiaridad para que ellos olvidaran la pretensión que a veces tiene un actor de televisión y se dejaran ir al campo y al espacio que yo esperaba de ellos.
El sistema de producción ahora está marcando la diferencia en el cine colombiano, en especial para películas que no tienen apoyo del FDC. ¿Cómo como fue el planteamiento de una producción a la que no se le nota el bajo presupuesto?
Al terminar 180 segundos quedé un poco triste por todo lo que rodea una película industrial en Colombia, no estaba acostumbrado a eso, siempre hice trabajos experimentales o documentales pequeños y al entrar en este mundo no me sentí cómodo y me preguntaba que cómo habría sido esta película de otra manera. Entonces armé una empresa, que se llama Cine de a mil. Porque creo que uno debe hacer las películas con gente en la que uno confía, que uno se emberraque con alguien pero que eso no sea para pelear, sino que de ahí salga algo bueno. Esa fue la intención de un cine de amigos. Invité a muchos, algunos trabajaron en la primera. Pero la idea era hacerlo distinto: no va haber un camión con equipo, no vamos a tener luces, solo luz natural y rodamos solamente dieciocho días. El dinero fue por aportes, es cine colaborativo. También se le propuso a los actores ser socios. Aceptaron porque aquí iban a hacer unas búsquedas que no serían posibles en la televisión. También hicimos "vaca". El mayor objetivo fue que no se notara la falta de plata, que la película se viera linda, que se viera honesta desde el trabajo del sonido, de la fotografía, etc. Realmente me siento feliz de los socios que tuve, que hicieron que la película tuviera el mismo riesgo pero desde un punto de vista honesto, hicieron una película, no por aparentar, no por ganarse una plata, sino por hacer una apuesta y eso es muy bacano que se note.
¿Existe lo que se llamaría la escuela de Cali? ¿Si existe, qué tanto de eso hay en su cine o cree que ya es suficiente de hablar de los de siempre y ahora hay que empezar es a hablar de gente como usted. Cuál es tu relación con ese ambiente y con ese mito?
Uno no puede eludir lo que pasó en Cali, lo que sigue pasando, generación tras generación se propone un juego cinematográfico y vos en Cali es imposible eludirlo. Se vive en Cali a través de los cineclubes, en los colegios, en las universidades y hay un legado ahí que dice que tenés que ver películas y todo eso. No creo que haya una escuela, pero si hay un movimiento muy grande en la ciudad, hay mucha gente haciendo búsquedas no solo del cine de ficción, también del documental, el video musical, el experimental. Hay unas búsquedas enormes a todo nivel, en universidades o por allá en el barrio Siloé. Entonces creo que Cali es una ciudad cinematográfica, no por ese legado solamente. En Cali vos no decís el "mirá" o "ve" porque sí, creo que tiene que ver una cosa como de querer saber, de mirar, de chismosear, de observar, de morbosear y de alguna forma eso coincide con las películas del tipo que sea.
Me parece muy interesante que en una ciudad como la nuestra esté Carlos Moreno, William Vega, Óscar Ruiz o Jhonny Hendrix. Me parece tremendo que pase ahí y que además cada uno de ellos, y yo me incluyo allí, tenemos unas ganas de generar un ruido para influir en otras personas, para que la cosa siga moviéndose más allá de la anécdota de Caliwood. Me siento conectado con todo y me parece chévere, pues he recibido clases de Óscar Campo y de Antonio Dorado, pero me parece que también nosotros estamos haciendo otras búsquedas.
Oswaldo Osorio
Parafraseando a Bukowski, hay personas para quienes su vida entera parece un jueves por la tarde, ya sea por su actitud, sus expectativas o por el trabajo que tienen. Amalia es una de ellas, y esta película ilustra su realidad con tanta gracia como patetismo. Pero ese no es su único objetivo, por eso, como en casi todas las historias, el relato introduce un elemento externo que hará que la protagonista se cuestione y, quién sabe, tal vez cambie a una vida que se parezca más a los distintos días de la semana.
Ese elemento es un hombre, casi opuesto a ella en su actitud ante la vida, con lo que pronto se hace evidente que la película estárá en clave de comedia romántica. Pero claro, la protagonista es Marcela Benjumea y no Katherine Heigl, y el ambiente es una rancia empresa en decadencia y no una revista de modas; pero estos cambios no son porque sea un filme colombiano y no de Hollywood, sino porque es una película de Andrés Burgos, ese director ingenioso y sutil, con un sentido del humor “muy serio”, que ya nos había dado esa encantadora pieza titulada Sofía y el terco (2012).
Pero si bien la relación de Amalia con el simpático electricista es el centro de la historia, esta también está condicionada por otro par de líneas argumentales y conflictos: de un lado, el extraño comportamiento que ha asumido su jefe, y del otro, la relación con su madre, otra mujer sin palabras, como lo fuera Sofía. Entonces Amalia se mueve en estas tres bandas y su vida comienza a moverse en distinto sentido o, al menos, a percatarse de que puede haber algo más que su automatizada rutina sin anhelos ni incentivos.
Y hasta el relato mismo empieza a revelarse contra ese tono inicial con el que empezó la película, esto es, una sombría mirada a la vida gris de un personaje derrotado por la vida desde muy temprano. Por lo que empiezan a parecer esos piquetes de humor y esos guiños, si no al amor, al menos al interés romántico. Y así, la película termina instalándose con más claridad en los códigos de la comedia romántica, con su batalla de los sexos como centro del conflicto (aunque aquí declarada en voz baja), con esa ruptura dramática en algún momento antes del clímax y, tal vez, con la posibilidad de un final feliz.
Pero todavía hay más, porque aparte de esa capa dramática -y realista si se quiere- que el relato pone en juego con la patética y gris vida de una secretaria, al que luego se le suma la tímida pero encantadora y divertida historia de romance, son complementadas por una tercera capa que tiene que ver con esa otra relación de Amalia, la doméstica, ya sea con su madre y, en menor medida, con su amiga. En esta capa el relato termina de dimensionar al personaje de forma más profunda y emotiva, consiguiendo que el espectador la conozca casi íntima y completamente. Este componente del relato se pude decir que tiene su propio clímax, la escena del baile en la cocina, un momento afortunado por lo conmovedor, y también porque evidencia las honduras emocionales a las que podía llegar esta película con su trama aparentemente sencilla.
En lo único en que el trabajo de Burgos pasa muy discretamente, sobre todo luego de lo que se le vio en Sofía y el terco, es en la concepción visual y hasta narrativa de la película. Y no es que haya alguna incorrección y deficiencia, pero tampoco hay ese jugueteo, inventiva y cuidado con la imagen que tuvo su ópera prima. Es una propuesta más convencional, casi televisiva, aunque es cierto que el tipo de historia, espacios y personajes podían propiciar tal tratamiento. Pero pasando esto por alto, estamos ante una película hecha con inteligencia y sensibilidad, un relato entrañable que le suma uno más a la galería de personajes inolvidables del cine colombiano.
Publicado el 29 de abril de 2018 en el periódico El Colombiano de Medellín.