Por Manuel Rivas

Me llamo Antonio Ventura y soy alcohólico.

Ése era el ritual de presentación en la Unidad de Ayuda y Autoestima de Monelos. Todos habíamos dicho aquella frase como quien suelta un tapón de corcho atascado en la garganta. El tapón rodaba por una ruleta invisible e iba dando turno en la rueda del grupo. Pero durante varios días sentías vértigo y, cabizbajo, posabas los ojos de plomo en el eje, en el justo centro del círculo, rogando a Dios que la rueda no girara en tu dirección. Levantar la mirada, ir descubriendo a los otros, decía el psicólogo, era subir un primer escalón en la vuelta a la vida. A mi me costó mucho, muchísimo trabajo levantar la mirada, quizás porque no tenía ninguna interés en hacer esa ruta. Me daba más miedo la gente que la bebida. Lo que pasaba es que había llegado a un punto en que la bebida me hacía ver cucarachas en todas partes, en las sábanas de la cama, en el poso del café y en las hendiduras de las uñas. Y bien sabe el demonio que tengo mucho más miedo a las cucarachas que a la gente.

Antonio Ventura no miró hacia abajo. Dijo que era alcohólico con la resuelta naturalidad de quien se declara dueño de una bodega o de  una destilería. Más aún como quien dice que es católico. Lo miramos con desconcierto y prevención, convencidos todos de que en efecto estaba borracho. Pero no. En realidad,  nunca  entendí muy bien qué rayos hacía Antonio Ventura en la Unidad de Ayuda y Autoestima, antes llamada Asociación de Ex Alcohólicos. Si yo fuera un tipo sano, si yo fuera como Dios manda, si yo volviera a nacer, me gustaría ser Antonio Ventura.

En las sesiones de terapia, cuando nos tocaba la vez, la mayoría de nosotros sufría para vencer la vergüenza. Yo retorcía las manos sin querer, y los dedos se enroscaban dolorosamente como si fueran nidos de serpientes heridos por la luz. Tenía un estropajo en la lengua y balbuceaba cosas que me arañaban los labios. Enfrente, Ventura deletreaba mis palabras con ansia. Permanecía alerta, ayudando con los ojos, a la manera de un interprete de sordomudos. Y cuando le tocaba a él hablar en la sesión de terapia, parecía que el mundo dejaba de ser un caos. La vida, en aquel preciso momento, tenia sentido. Y yo sentía sed. Sed de agua.

Un día tocó hablar del llorar. El llorar es bueno, dijo el psicólogo.

La ruleta, felizmente,  fue a detenerse en la dirección de Ventura.

Hay muchas clases de llorar, dijo. Pero la primera vez que oí llorar, llorar de verdad, la primera vez que dije esto es el llorar fue cuando lloró Charo A’Rubia en el cine Rex. Ponían Capitanes intrépidos, una película en la que trabaja Spencer Tracy, que también hizo de Thomas Alva Edison, el que inventó la luz. Mucho me gustaba a mí Spencer Tracy cuando inventaba la luz. Bien, pues en la película ésta de Capitanes intrépidos el Spencer Tracy hacía de pescador en Terranova. Era la historia de un niño hijo de un padre muy rico que va en un barco que tiene un naufragio y es rescatado por un bacaladero. En aquel tiempo no era como hoy, no había manera de enviar un aviso ni los pescadores podían volver de vació por muy niño rico que fuera el náufrago. Así que el niño rico tuvo que hacer la marea. Era un auténtico repugnante, el niño rico. No quería echar una mano y amenazaba con las represalias de su padre cuando volvieran a puerto, todo por hacerle limpiar la cubierta o mondar unas patatas. La pesca no se daba bien y algunos hombres empezaron a murmurar que la culpa era del mocoso, que había traído una maldición. Y ahí entra Spencer Tracy, que en la película se llamaba Manuel y era portugués. Pues bien, el Manuel, poco a poco, va haciendo entender al chaval. Con pocas palabras, le descubre un mundo desconocido. El verdadero sentido del valor y del trabajo. Aquellos hombres, rudos y sin estudios, reaparecen a los ojos del niño como héroes. Manuel era para él una especie de Ulises que pescaba bacalao y al tiempo la figura del padre que no había tenido, alguien que le enseñaba a luchar en la vida codo a codo. Tener, tenía padre en tierra, pero no era un Ulises sino un Señor Dólar. El muchacho deja de ser un intruso caprichoso y pasa a ser un cho, el niño del barco. Y el pescado viene a manos llenas.

Yo también era un niño cuando vi aquella película, dijo Antonio. Mucho más pequeño que el de la película. Me colgaban los pies en la butaca. Lo recuerdo todo como si fuera hoy. Era la tarde de un domingo de febrero, uno de esos días agripados, de luz enferma, que empalmaban una noche con la otra. El mar golpeaba en el espigón queriéndose echar fuera, con la furia de un garañón coceando las tablas de un corral. Yo tenía un abriguito de cheviot con los bolsillos muy hondos y, camino al cine, no sacaba las manos, bien apretadas las monedas de real, por miedo a que me las llevara el viento del norte como dos petirrojos.

Y allí estábamos todos ahora metidos en la oscuridad del cine Rex, encogidos en las butacas, con las llamas de la pantalla lamiéndonos la cara. El pescador Manuel tocaba una sanfoña y le cantaba al niño rico con un cariño que nos daba envidia.

¡Ay mi pescadito deja de llorar¡

¡Ay mi pescadito no llores ya más¡

Y fue entonces cuando lloró Charo A’Ribia.

Era al principio un llorar manso que se confundía con la sanfoña. Me di cuenta porque ella estaba muy cerca, justo a mi lado. Cogió un pañuelo blanco y trató de contenerse tapando los ojos. Pero el llanto iba a más, hasta que los sollozos desbordados ocuparon todo el cine como si hubieran salido de la misma pantalla. Las cabezas giraron hacia ella pero volvieron a su sitio. Los mayores llevaron el índice a sus labios para acallar las preguntas inquietantes de los niños. Lloraba Charo A’Rubia y hasta pareció que Spencer Tracy dejaba la sanfoña para mirar con pena nostálgica  hacia el patio de butacas. Recuerdo estremecido aquel llanto, el mar de lágrimas cayendo sin consuelo, salpicando mi abrigo de cheviot.

El hombre de Charo A’Rubia había muerto dos años antes en Terranova. Todo lo que recuerdo de él es que tenía unas manos enormes con cicatrices en las yemas de los dedos. Me llamaron mucho la atención porque yo había visto esas manos ofreciéndoseme a modo de cuenco lleno de caramelos. Más tarde me contaron que él mismo se había hecho aquellas heridas, abriendo a navaja la carne para que con la sangre caliente  no se le helaran las manos un día de frió polar en Terranova.

Charo A’Rubia era mi madre, dijo Antonio Ventura. Fue la primera vez que lo vi cabizbajo en la sesión de terapia de grupo, como si hubiera soltado de la garganta un maldito tapón de botella.

                        (Inédito)

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