Por Oswaldo Osorio  
“...todos los hombres guardamos una esperanza
 cuando tenemos la ilusión del re-encuentro, que  más
que una ilusión parece una necesidad. El re-encuentro
en el espejo de los lugares  y sus cosas, que es donde
 existe la memoria y, por ella, la identidad”.
-Fernando Cruz Cronfly-

I

Los seis orificios del desagüe del orinal formaban una cruz perfecta. Los ojos de Ricaurte permanecían fijos en ese chorro, amarilloso y delgado, que repasaba cada uno de los orificios de la cruz, mientras su mente jugueteaba preguntándose si un ateo disfrutaría orinando aquél símbolo cristiano, y en contrapartida, si un creyente evitaría tan blasfema alegoría. Aunque no demoró en preguntarse también, y ahora con una actitud más reflexiva, si sería posible que a alguien más, aparte de él, se le ocurrieran ese tipo de asociaciones.

Aquellas particulares reflexiones fueron bruscamente interrumpidas por un empujón que hizo estrellar su rostro contra el baldosín de la pared. De pronto se encontró con que una mano lo asía fuertemente por la nuca y lo mantenía presionado e inmóvil contra la pared y otra apoyaba en su costado algo que debía ser la punta de un cuchillo o una navaja, mientras otras dos manos esculcaban sus bolsillos. Ricaurte estaba aturdido por el golpe y escuchaba, como si estuvieran muy lejos, los improperios y ofensas que proferían contra él los dos asaltantes. Durante el tiempo que duró el asalto, que para él pudieron igual ser diez segundos o diez minutos, miraba los cortos y repetidos trazos de sangre que dejaba en el baldosín blanco su boca herida  y se preguntaba por qué los ladrones siempre insultaban a sus víctimas, si la lógica dictaba todo lo contrario.

Para atemorizarlas más y asegurarse de que no se van a resistir: esa es la razón de los insultos, pensó Ricaurte parado frente al espejo, mientras se examinaba la pequeña cortada en su labio superior. Se miró los pantalones y estaban mojados desde la bragueta hasta abajo. Tenía una rabia anestésica, de esas que son tan fuertes que se pierde el sentido mismo de ese sentimiento y lo que lo causó, para sólo experimentar un desagradable malestar. Avanzó humillado hacia la salida del baño, y en ese corto trayecto su ira se convirtió en resignación. No pudo salir tras los asaltantes, porque de despedida le dejaron un hermoso golpe en su estómago, que lo hizo hincar lentamente y respirar con dificultad por un momento.

Al llegar a la puerta del baño, arrastrando resignado y pesaroso su pequeña tragedia, se encontró con que ésta no abría, que estaba cerrada desde afuera. Se le escapó una risita nerviosa y luego golpeó la puerta con fuerza, tres veces. Esperó un instante, pero no obtuvo respuesta. Entonces golpeó con mayor fuerza varias veces, pero nadie acudía. De pronto, se percató de todo el tiempo que llevaba allí en ese baño y un leve pánico le empezó a brotar del pecho, al pensar que el bus en que viajaba hacia Arcadia hubiera continuado su recorrido sin él.

Trató de tranquilizarse diciéndose en voz alta que el congreso para el que iba no empezaba sino en dos días, que fue muy acertada su decisión de viajar con anticipación. Sin embargo, ese artificio para tranquilizarse no duró mucho, pues el pánico de su pecho pasó de pequeño a aterrador cuando cayó en cuenta de que todo su equipaje estaba en el bus y que aquellos hombres no le dejaron nada en sus bolsillos, ni siquiera su billetera. El pánico, entonces, se mezcló con la angustia, y comenzó con furia y desesperación a golpear aquella puerta y a gritar como loco. Primero la golpeó con sus puños, luego vinieron las patadas y después le pegó con un tarro grande de basura. Sólo al cabo de varios minutos, y después de mucho ir y venir de pasos presurosos en busca de las lleves de aquel baño, pudieron abrirle.

Media hora más tarde, desconcertado y con la mirada perdida en un lugar indeterminado de la pared, se encontraba sentado en una de las oficinas de aquella terminal de buses. Estaba en Laguna Blanca, una ciudad localizada a trescientos kilómetros de distancia, tanto de su lugar de partida como de su destino. No tenía dinero ni más pertenencias que la ropa que traía puesta. Se sentía perdido y desamparado en aquel lugar tan alejado de su casa y en aquella oficina tan ajena a los ambientes a que estaba acostumbrado. Le dolía la cabeza a causa del hambre, que ya le mordía el estómago, y sólo había tomado un café horrible que le habían dado en aquella oficina.

Ricaurte, como saliendo de un trance, apretó con fuerza el vaso desechable en que le dieron el café y comenzó a mirar a su alrededor. En el techo había una lámpara polvorienta que se esforzaba por iluminar el espacio contenido en esas cuatro paredes, el escritorio grande y desordenado ocupaba la mitad de la oficina y a su izquierda había un tarro rodeado de papeles que rebosaba de basura. En la pared del frente había un retablo colgado que decía en letras azules “Transportes Expreso Ltda.”, y junto a él un calendario con un paisaje alpino. A su lado, roncaba con un sonido flemoso un chofer sin camisa y el reloj de la pared en unos pocos minutos marcaría la media noche.

Ricaurte pensaba en todos los sentimientos que había padecido sólo en aquella terrible noche, desde la ira, pasando por la angustia y la desesperación, hasta el desamparo. Ahora estaba deprimido y, aunque evitaba pensarlo, sentía un asomo de miedo. No sabía exactamente qué iba a hacer. Lo primero que se le ocurría era llamar a alguien en Funes y que saliera de inmediato a traerle dinero, porque si se lo enviaban, lo más probable es que no se lo entregarían sin ninguna identificación. También había la posibilidad de esperar a que el próximo bus que venía de Funes, y en el que sabía que viajaban dos amigos hacia el mismo congreso en Arcadia, hiciera su parada allá, en la terminal de Laguna Blanca. Se dio cuenta, entonces, que no estaba tan perdido, que todo aquello sólo fue un desagradable inconveniente, pero que tenía solución. Incluso todavía faltaba que viniera el encargado de aquella oficina, quien le había prometido ayudarle con su problema luego de que arreglara un asunto en el parqueadero de buses.

El empleado era un hombre malencarado de figura robusta que caminaba con parsimonia. Ricaurte lo vio venir y lanzó el vaso que tenía entre sus manos al tarro de la basura antes de que el hombre entrara, pero falló el tiro y el vaso fue a parar debajo del escritorio. El empleado, ya en la puerta, lo miró con esa malacara con que seguramente había intimidado a muchos durante toda su vida y se fue a sentar en la silla tras el escritorio. El vaso desechable crujió bajo sus pies, con un sonido que para Ricaurte fue estruendoso.

-Le voy a decir qué vamos a hacer con usted.  -Dijo el hombre con una voz amable y tranquila que sorprendió mucho a Ricaurte-  Ya hasta mañana no pasan por aquí más buses que vayan para Cali.  -El hombre echó el cuerpo hacia atrás y estiró sus pies para poder meter su mano al bolsillo, y continuó-  Yo le voy a prestar de mi plata para que pase la noche en un hotelito  que hay allí a dos cuadras, y para que desayune, porque el próximo bus para Arcadia sale a las diez de la mañana. Entonces usted viene antes de esa hora, me da sus datos y arreglamos con la oficina de Arcadia lo de su equipaje, y cuando usted vuelva a pasar por aquí, de regreso a Funes, me paga la platica que le presté. Porque me imagino que tiene cómo conseguir plata en Arcadia. ¿Cierto?

Ricaurte asintió con la cabeza. Se encontraba un poco desconcertado por la generosidad y amabilidad de aquel hombre; además, ante tal muestra de bondad, estaba de más cualquier  palabra, salvo unas sinceras “gracias”, las cuales pronunció conmovido luego de estirar su mano y recibir el dinero.

Salió de aquella oficina sin siquiera preguntarle el nombre a su benefactor, lo cual lo consternó, pero luego pensó que lo volvería a ver, por lo menos, dos veces más: al día siguiente y en su regreso hacia Funes. Caminó las dos cuadras que separaban la terminal de buses del hotelito que el hombre le indicara, con un aire tranquilo y despreocupado, casi optimista. Gracias a aquel hombre, y a pesar de su reciente infortunio, se encontraba reconciliado con la vida y con el mundo. Pensó que, sin duda alguna, Dios había metido allí su mano, y se disculpaba con él por haberlo juzgado hacía un rato por las adversidades que padeció.

II

Lo de hotelito resultó ser un eufemismo, porque en realidad se trataba de una casa desvencijada, con paredes que fueron pintadas de verde oscuro con zócalos cafés, al parecer muchísimos años atrás. Toda la noche entraron y salieron parejas, silenciosas todas, porque entre los hombres y las mujeres que las componían, parecía que sólo había en común esa antigua transacción que se acordaba de antemano en la calle. A las nueve de la mañana, el encargado de aquel lugar golpeó la puerta de la habitación de Ricaurte, de acuerdo con sus instrucciones de la noche anterior. No le dio mucha dificultad separarse de su incómoda cama y se dio un rápido baño y salió.

Caminó por la acera en dirección a la terminal de buses, mientras buscaba con la mirada un lugar donde desayunar. Al llegar a la primera esquina, vio al otro lado de la calle una cafetería y avanzó hacia ella, no sin antes darle una rápida mirada al semáforo: Verde el de peatones y rojo el de los carros. Tres pasos después, escuchó el sonido seco y obstinado de unas llantas sobre el pavimento. Entonces reaccionó por la cercanía de aquel sonido, pero no alcanzó siquiera a ver qué carro fue el que lo levantó tan violentamente del piso.

¡Lo maté! ¡Lo maté!  -Gritaba histérica la mujer joven que conducía el blanco y enorme campero que se había detenido, junto con el chillido de sus llantas, a unos pocos metros.

¡Arranca! ¡Arranca! ¡Rápido que nos cobran ese muerto! ¡ARRANCA!  -Gritaba, aún más histérica, la mujer de mayor edad que había en el otro asiento, mientras sacudía con violencia el brazo de la más joven para hacerla reaccionar.

Entonces las llantas volvieron a chillar y el campero se alejó raudo de aquel lugar. Varias calles más adelante, las dos mujeres, aún nerviosas pero ya con la calma recobrada, se miraron asustadas y culpables, mientras esperaban que el semáforo cambiara. No dijeron nada y volvieron la mirada al frente en busca de la luz verde que les permitiera alejarse de su pecado. Pero sus pupilas, sin poder evitarlo, comenzaron a bajar lentamente por el parabrisas, siguiendo las dos gotas rojas que se deslizaban pesadamente provenientes del techo del campero, dejando su rastro a lo largo del vidrio. La mujer joven comenzó a gritar y a golpearse la cabeza contra el volante, mientras que la mujer mayor miraba aterrorizada el corrillo de gente que se iba acercando y que señalaba y hablaba del hombre herido que aquellas mujeres llevaban encima de la parrilla de carga de su lujoso carro.

III

Ricaurte abrió los ojos. Todo resplandecía a su alrededor. Escuchó voces que anunciaban y festejaban su parpadear. Al cabo de unos minutos, ya sus pupilas estaban acostumbradas a la luz y se pudo ubicar: estaba en un cuarto de hospital. El techo era blanco y a través de la ventana se veía un edificio de apartamentos. Luego, bajó la mirada y vio a tres personas que se acercaron a la cama. Eran tres mujeres: una enfermera robusta de mediana edad, y dos mujeres jóvenes, ambas hermosas a su manera, delgadas y rubias, sólo que una tenía su cabello largo y la otra corto, bajo sus  orejas. Las tres le sonreían con la misma cándida y emotiva expresión, aunque a Ricaurte esta imagen le pareció un tanto estúpida, sobre todo porque no conocía a ninguna de las tres.

-¡Gracias a Dios despertó!  Estábamos muy preocupadas por usted.  -Dijo la del cabello corto sin dejar de sonreír.

-Dos días enteritos durmió, pero no se preocupe, que según los exámenes que le hicieron, no fue nada grave, lo que pasa es que el golpe fue muy fuerte.  -Explicó la enfermera mientras se alejaba hacia la puerta, y antes de salir añadió:  Voy a avisarle al doctor para que le dé una revisión y lo mande para la casa, porque usted está muy bien, sólo estábamos esperando que despertara.

Ricaurte, que había seguido a la enfermera con la cabeza, se volvió hacia las otras dos mujeres preparando mentalmente todas las preguntas que tenía por hacerles, pues se encontraba demasiado confundido. No tenía muy claro cómo había llegado allí, quiénes eran aquellas mujeres que no paraban de sonreír e, incluso, tenía dudas sobre su propia identidad. Se dispuso, entonces, a hacer las preguntas correspondientes, pero después de abrir la boca sólo le salió un gemido.

-Noo, no se esfuerce mucho.  -Habló nuevamente la mujer de cabello corto con una voz suave y mimosa. Cogió un vaso de agua que había sobre el nochero, pasó su mano por detrás de la cabeza de Ricaurte y se la levantó para darle de beber.

-Por qué no le cuentas cómo fue que llegó aquí  -Le dijo la otra mujer a su amiga.

-Tienes razón. -Le contestó la mujer de cabello corto, y luego, dirigiéndose a Ricaurte, dijo con voz pausada:  Me imagino que tiene muchas preguntas, porque como todo pasó tan rápido, no se debe acordar de nada, por eso yo, para que usted no haga mucho esfuerzo hablando, le voy a explicar todo: Hace dos días, eso fue... haber, hoy es jueves... entonces el martes, sí, el martes; lo recuerdo porque los martes es que yo tengo la clase de tenis y ese día del accidente yo venía del club de tenis... claro que antes había pasado por mi mamá que estaba en...

-Verónica, al grano.  -La reprendió con un tono sutil la otra mujer.

-Bueno, sí... es que siempre me pasa cuando cuento cosas, porque me gusta que todo quede claro y bien detallado.  -Explicó la mujer a Ricaurte y continuó:  El caso es que yo venía en el carro con mi mamá, en el campero blanco, yo era la que manejaba y ella estaba en el otro asiento, entonces veníamos muy concentradas conversando, porque mi mamá habla mucho más que yo, y por eso no me di cuenta cuando el semáforo cambió a rojo. Bueno, y ya se debe imaginar el resto: usted estaba cruzando la calle y lo atropellamos... entonces... entonces... -Verónica dio una rápida mirada a su amiga y el rostro se le deformó un poco-  ...entonces unos señores nos ayudaron a montarlo al carro y lo trajimos aquí. Y eso es todo. Nosotras, pero sobre todo yo, estamos muy apenadas con usted, pero como dijo la enfermera, no fue tan grave el accidente... de todas formas nosotras nos vamos a encargar de todos los gastos y estamos dispuestas, incluso, a darle una indemnización por los daños ocasionados y por el tiempo que estuvo aquí. Ya el abogado de la familia está organizando todo y cuando usted quiera arregla una cita con él o, si usted lo prefiere, que lo haga su abogado. ¿Usted tiene abogado?

-¿Verónica, pero cómo le preguntas eso en este momento? -Volvió a reprenderla la otra mujer-  Yo creo que lo más importante es saber cómo se llama, dónde vive y a quién le avisamos que está aquí.

-¡Pero claro! Qué pena con usted, en su casa deben estar muy preocupados y no le encontramos ninguna identificación. -Dijo Verónica a Ricaurte y las dos lo miraron atentas esperando una respuesta.

Hubo un largo silencio, Ricaurte entreabrió la boca pero no se le ocurría qué decir. Buscó con sus ojos por toda la habitación un algo inexistente que le diera pistas sobre los datos que aquellas mujeres le solicitaron, pero nada, absolutamente nada se le ocurría, era como si cuando había abierto los ojos hacía unos minutos, no estuviera despertando de un sueño de dos días, sino naciendo, abriendo los ojos a la vida por primera vez. Aunque si esto era así, no entendía por qué reconocía otras cosas, como las que había en aquella habitación y todas las palabras que pronunciaron las tres mujeres. La confusión le fue cediendo el paso a una profunda angustia que le brotaba del pecho. Eso sí lo recordaba, que los sentimientos fuertes los sentía salir de su pecho, de forma lenta y creciente, hasta hacerse insoportables.

-No sé cómo me llamo y no me acuerdo de nada.  -Dijo Ricaurte por fin, con una voz apagada, entrecortada y dolorosa. Miró con ojos angustiados y desesperados a las dos mujeres, esperando que le ayudaran de alguna manera, que le dijeran algo. Pero ellas estaban más sorprendidas y aterradas que él, y no atinaron más que a mirarlo y mirarse entre ellas con una expresión de desolación que Ricaurte tradujo como un “estoy perdido”. Y efectivamente, bajo aquellas particulares circunstancias, estaba perdido, en todos los sentidos del término.

El médico entró, y tras él la enfermera. Ambos traían la misma sonrisa cordial y festiva que viera Ricaurte en las tres mujeres cuando despertó. Al llegar junto a Ricaurte, el médico le dio dos palmaditas en el hombro, como si lo conociera de toda la vida, y luego dijo con un gran vozarrón y con ese tono de voz del que cree que todo lo sabe en el mundo, sin percatarse siquiera de los abatidos rostros que tenía en frente:

-¿Cómo le va al bello durmiente? ¡Ah! Ya quisiera yo tener dos días para soñar con los angelitos... -y dirigiendo la mirada hacia las dos mujeres, añadió: ...y con las angelitas.

Los tres lo miraron como a una horrible mosca que se metió en la leche de su tragedia, mientras el médico sostenía su esplendorosa sonrisa mirando alternadamente a unas y a otro. Pero al ver que los lánguidos rostros persistían, su sonrisa fue desapareciendo.

-¿Qué ocurre? Deberían estar felices. ¿Por qué esas caras?  -Preguntó desconcertado.

-Parece que tiene amnesia.  -Respondió secamente Verónica.

Entonces todos miraron al médico esperando que les dijera algo alentador, incluso, algo que de inmediato les solucionara ese gran problema con sus conocimientos. El médico de ánimo colorido que hacía unos instantes había entrado a la habitación, se convirtió en otro, de semblante grave y reflexivo, que miraba a las dos mujeres con preocupación y a Ricaurte con una lástima que le resultaba difícil disimular. Aunque sabía que era inoficioso, le preguntó por su nombre, su familia, su infancia y cosas que de antemano sabía que Ricaurte ya no conocía. Por último, trató de alentarlos a todos, pero para ellos, naturalmente, no resultó muy alentador saber que aquel problema podía durar entre unas horas, unas semanas y toda la vida.

IV

Su nueva casa era amplia, ostentosa y laberíntica. Ahora no se llamaba Ricaurte sino Diego, en honor a un perrito que a doña Charlotte se le había muerto unos meses atrás y al que trataba como si fuera un nieto. Naturalmente, Ricaurte no sabía por qué la madre de Verónica había insistido tanto en aquel nombre, ni siquiera la misma Verónica relacionó al perrito con el nuevo huésped, y el bautizo se efectuó con el beneplácito de todos y sin mucha ceremoniosidad.

Tomar la decisión de llevar a Diego a vivir con ellas no les resultó muy difícil, pues ambas, en especial Verónica, se sentían muy culpables por lo sucedido y les mortificaba particularmente haber tratado de escapar. Por otra parte, no podían dejarlo tirado por ahí sin nada ni nadie en el mundo, pero sobre todo, les entusiasmaba tremendamente el hecho de tener, después de muchos años, a un hombre en la casa, más aún si era joven y con clase como él.

Doña Charlotte (que diez años atrás se llamaba Carlota), era una mujer venida a más gracias a un matrimonio con un hombre mucho mayor que ella, el mismo que, para su fortuna, había fallecido cuando Verónica apenas tenía ocho años. Era una mujer ya mayor, que por la fuerza de la costumbre y del roce social, había adquirido clase y distinción, aunque todavía algunas veces le daba dificultad mantenerlas, a causa de sus extravagancias y del recelo con que percibía todo, un recelo que muchas veces la hacía proceder con egoísmo y total falta de escrúpulos.

Verónica, por su parte, era una mujer todavía joven y con gracia. Había estudiado administración de empresas pero, debido a su poco interés y escasas capacidades, no ejercía dicha profesión. Su pasatiempo era coleccionar pasatiempos: estuvo en clases de paracaidismo, patinaje, baile, pintura y cerámica; además, perteneció a clubes feministas, asociaciones de caridad y talleres de poesía. Ahora su tiempo lo repartía entre sus clases de tenis y la militancia en una organización ambientalista. Era una mujer generosa por naturaleza que trataba de ser justa y honesta, pero a veces sucumbía a la influencia de su madre y al medio en que vivía, compuesto por amigas vanidosas y pretenciosas, que estaban siempre pendientes de las apariencias. Era por esta contraposición de valores, entonces, que en ocasiones se tornaba insegura y neurótica.

Pero con la llegada de Diego las cosas habían cambiado un poco en la casa. Las dos mujeres comenzaron a llevar una vida más familiar y hogareña, suprimiendo un poco todo el tiempo que le dedicaban a sus actividades sociales, que por la forma como las asumían, más que pasatiempos parecían una evasión. Claro que en realidad este cambio sólo significaba que, tanto Verónica como doña Charlotte, tenían un nuevo pasatiempo, una experiencia inédita para ambas, mucho más completa que tomar clases de lo que fuera o pertenecer a cualquier asociación, un pasatiempo que les permitía pasar del aprendizaje a la práctica y de hacer cosas por extraños para hacerlas por ellas mismas, un pasatiempo que tenía nombre propio: Diego.

En cuanto a él, asumió su papel de nuevo miembro de la familia sin mucha dificultad, aunque siempre tenía presente el anhelo de poder recobrar sus recuerdos y volver a la vida de antes, sin importar cuál fuera. Durante las primeras semanas su labor diaria fue buscarse. Para ello siempre contó con la ayuda de Verónica y el respaldo económico de doña Charlotte: Ponían avisos con su foto en los periódicos de la ciudad y recorrían las calles el día entero esperando que alguien lo reconociera o que él identificara alguna persona o lugar, pero cada día regresaban agotados a la casa y con menos esperanzas acerca del éxito de su empresa. En Funes, a su vez, a trescientos kilómetros de allí, personas que ya no hacían parte de la vida de Diego, realizaban la misma labor utilizando otra foto suya, pero en lugar de la leyenda “Busca Familiares”, se encontraba la de “Desaparecido”, e igualmente, cada día que pasaba perdían más las esperanzas de encontrarlo.

V

Después de algunas semanas, la vida de Diego se fue convirtiendo en el reflejo de aquel lugar y de las prácticas de las dos mujeres. Dormía mucho, comía bien, acompañaba a doña Charlotte a hacer sus diligencias e ingresó a la organización ambientalista a la que pertenecía Verónica, además de algunas actividades que eligió por su cuenta, como la música y la natación.

Aunque nunca hablaron abiertamente del tema, quedó implícito que Diego ya hacía parte de aquella familia y que no se le exigiría trabajar a menos que él así lo dispusiera. Sólo se le pedía cumplir sus funciones como miembro de la familia, lo cual implicaba comportarse con decoro ante los demás y colaborar cada que fuera necesario en los asuntos y negocios de la casa, además, por supuesto, mantener unas muy cordiales y cariñosas relaciones con las dos integrantes de su nueva familia, algo que resultó ser lo más sencillo de todo.

Una tarde en que Diego tomaba su habitual clase de guitarra, vio al fondo del salón en que se encontraba a dos jóvenes afinando una guitarra eléctrica, y de repente, en el momento en que alguien encendió las luces del recinto, el joven que tenía la guitarra eléctrica en sus manos recibió un fuerte corrientazo que le hizo dar un salto atrás. Al principio todos corrieron asustados a auxiliarlo, pero al ver que sólo fue una sacudida, que ya el joven estaba bien y la corriente no pasaba más a su guitarra, todo aquello se convirtió en motivo de risas. Sólo una persona en el salón no reía por el gracioso incidente, era Diego, pues aquel joven sacudido por la electricidad a través de su guitarra, le desencadenó una sucesión de imágenes desconocidas para él hasta entonces, y que inequívocamente debían ser parte de su vida anterior al accidente. Salió corriendo de aquel lugar, alborozado y jubiloso por la recuperación de sus recuerdos, rumbo a su casa a contarle la buena nueva a Verónica y a doña Charlotte.

Mientras corría, tropezó varias veces porque estaba concentrado en la contemplación de sus recuerdos y en el recibimiento de otros nuevos, pues su memoria estaba siendo bombardeada por ellos, a cada instante había uno nuevo: Se vio en una bañera hablando solo y simulando que una regadera de mano era un micrófono; vio a su padre, un hombre robusto y de aspecto jovial, hablándole de Elvis Presley; vio el rostro repetido de sus dos hermanitas gemelas; y también a un grupo de amigos ensayando una canción guiados por sus instrucciones.

Cuando llegó a la sala de la casa, las dos mujeres estaban de pie y sobresaltadas por los gritos y el tropel que anunciaron su llegada.

-¡Estoy recordando! ¡Estoy recordando!  -Gritó emocionado y con la respiración entrecortada por la carrera. Verónica y doña Charlotte se miraron desconcertadas. No sabían qué decir al respecto, pues era una noticia que les producía sentimientos encontrados: por un lado estaba la alegría de compartir tan buena noticia con Diego, pero por otro, aquello significaba que inevitablemente lo iban a perder y volverían a ser las mismas dos mujeres solitarias, cansadas de ellas mismas y de aquella casa, que buscaban gastar su tiempo en cualquier actividad que les hiciera olvidar su vida monótona.

Instantes después se hallaban sentadas escuchando los recuerdos de Diego, quien hablaba entusiasmado y sin parar, contándoles cómo empezó aquello y vaticinando que pronto lo recordaría todo y entonces volvería a ser quien era. A medida que iban pasando sus relatos, doña Charlotte se interesaba más y se complacía de la felicidad de aquel hombre a quien llegó a considerar su hijo por algunos meses. En cambio Verónica, tenía una expresión extraña en el rostro, parecía preocupada. Permaneció callada todo el tiempo, hasta que su madre y Diego se percataron de su actitud, entonces la miraron en silencio por un instante, y cuando doña Charlotte la iba a interrogar al respecto, ella se le adelantó:

-Es una película.  -Dijo afligida y secamente.

-¿Qué cosa es una película?  -Inquirió su madre, mientras Diego, sin saber por qué, sentía brotar algo de su pecho.

-Lo que Diego está contando son partes de una película.  -Continuó Verónica en el mismo tono triste y con la mirada clavada en el piso, pues no se atrevía a mirar a Diego-  Se llama The Commintments, la vi hace algunos años...  se trata de un muchacho que quiere hacer un grupo musical y reúne a varias personas...  sueña con el éxito de su grupo y por eso se entrevista a sí mismo en la bañera... tiene dos hermanitas gemelas y su padre era admirador de Elvis...  -Verónica levantó la mirada por un momento y descubrió las lágrimas que  tenía en el rostro, y le dio la prueba final a Diego mirándolo a los ojos:  ...hay una escena en la que uno de los del grupo es sacudido por un choque eléctrico mientras toca la guitarra.

Diego tenía horadado el pecho. Aquello no era angustia, ni tristeza, ni desesperación, sino todo eso al mismo tiempo, materializándose en una parte indeterminada de su caja torácica. Miró a Verónica con un odio irreflexivo, pero luego se vio conmovido por sus lágrimas, porque sabía que eran sinceras, sabía que probablemente aquello le dolía más a ella, y hasta admiró la valentía con que le reveló la naturaleza de sus recuerdos, pues normalmente era una mujer emocionalmente incapaz de afrontar ese tipo de cosas. Entonces miró desconsolado a las dos mujeres, se levantó de su silla y se retiró calladamente, repasando con melancolía los recuerdos que por unos momentos creyó haber recuperado.

VI

Ninguno de los tres mencionó el incidente en ningún momento. Pasaron varias semanas en que Diego se mostró taciturno y pensativo. Observaba con detenimiento todo lo que desfilaba ante sus ojos, con una mirada intensa y perdida entre los objetos, como quien busca más allá del aspecto material de las cosas. Pensaba que debía estar alerta a cualquier escena o a cualquier imagen, pues sabía que tarde o temprano volvería a ver algo que le activara sus recuerdos.

Después de unos meses, Diego recuperó su anterior semblante y estado de ánimo. Sin embargo, adquirió la costumbre de observar y detallar su entorno como el principal recurso de su búsqueda personal; y en las noches, cuando estaba tratando de conciliar el sueño, todavía le afligía no poder recordar nada que fuera más allá de ese par de meses de convivencia con doña Charlotte y Verónica. Algunas veces lloraba impotente tras hacer un esfuerzo por recordar un antiguo amor, una escena familiar o algún momento de su infancia. Porque esto último era lo que más lo deprimía, el no poder recordar su infancia, época que tenía idealizada y estaba seguro había vivido feliz y plenamente.

Precisamente, una mañana que pasaba con Verónica junto a un cementerio de carros rumbo al vivero, vio a un perro callejero ladrando y persiguiendo a cuatro niños, que en lugar de asustarse, se burlaban del animal, pues era pequeño y sus ladridos apenas si se escuchaban. Entonces volvió otra de esas ráfagas de recuerdos desconocidos hasta entonces por él. Se sentó en una banca y permaneció sumergido en esas imágenes de su pasado, sin escuchar los llamados de Verónica que ya se comenzaba a asustar.

Al cabo de un momento, volvió en sí y miró a Verónica con una sonrisa de satisfacción.

-Recordé fragmentos de mi infancia.  -Le dijo a ella con voz sosegada y conmovida.

-¡No sabes cuánto me alegro!  -Respondió Verónica también con una emoción tranquila, al tiempo que sonreía y le acariciaba la cara.

-¿Qué fue lo que recordaste?

-Aah, muchas cosas.  -Dijo Diego suspirando y como con la mirada fija y perdida en su pasado-  Recordé una situación parecida a esa que acabo de ver: un perro inofensivo y valentón ladrando y persiguiéndonos a mí y a mis amigos... una excursión a lo largo de una carrilera; el rostro de mi madre tendiendo la ropa, estaba muy triste, no sé por qué... también recordé cuando un muchacho mucho mayor que yo me quitó una gorra sin yo poder hacer nada y cuando pasamos una noche en el bosque contando historias alrededor de una fogata.

Diego suspiró de nuevo y volvió la mirada hacia Verónica, pues se sintió un poco ridículo con esa expresión que tenía en el rostro y ese tono con que estaba hablando. La miró a los ojos y le sonrió, pero vio en su cara y en su mirada la misma expresión que tenía cuando la otra noche le dijo que sus recuerdos eran de una película, y sin que ella dijera nada todavía, sintió otra vez esa horrible sensación en su pecho. Los apesadumbrados sentimientos nuevamente se iban abriendo paso por entre sus costillas y luego volvían a entrar, en un proceso que aumentada de intensidad progresivamente. Ahora fue él quien posó sus manos en el rostro de Verónica, para secar con sus pulgares las lágrimas que bajaban por las mejillas de ella. Entonces suspiró de nuevo, pero éste era un suspiro diferente, ya no sosegado y suave como el de hacía unos instantes, sino uno de esos intensos que sirven para armarse de valor.

-¿Todo eso también es de una película?  -Preguntó con una voz quebrada que no pudo disimular.

Verónica, sin poder evitarlo, aumentó su volumen de lágrimas, al tiempo que movía la cabeza afirmativamente. Permanecieron sentados en aquella banca, en silencio, como guardando duelo por el pasado y los recuerdos de Diego que se negaban a volver. Verónica lloraba intermitentemente y le tomaba la mano a su amigo, y él miraba con melancolía al perrito callejero que todavía andaba por allí cerca. Luego de casi una hora, se levantaron y caminaron rumbo al vivero, y conversaron de la jornada de reforestación que se avecinaba, para tratar de olvidar lo sucedido, pero no podían conseguirlo, porque el olvido sólo es dueño de sí mismo y tiraniza la memoria de los hombres en ese juego perverso que mantiene con sus recuerdos.

La película de los niños se llamaba Cuenta Conmigo, y como esa hubo otras muchas películas que se colaban furtivamente en la memoria de Diego, pero de inmediato eran reconocidas, principalmente por Verónica, como escenas que alguna vez presenció en un cine. En sus recuerdos se vio como cocinero haciendo una rosa con un tenedor y una papa pelada y pasada por vino rojo, pero le dijeron que eso era de Franky and Johnny, y que además él no pudo haber sido un cocinero en su anterior vida. Eso de “anterior vida” Diego lo escuchaba constantemente y alcanzaba a deprimirlo, pues era una expresión que evidenciaba esa especie de muerte que tuvo a sus treinta o treinta y cinco años, tampoco estaba seguro de la cifra, y de hecho, no estaba seguro de casi nada de él que no hubiera sido construido o elaborados en el último año.

VII

Una noche regresó a la casa con dos palabras que le daban vueltas en la cabeza como una canción pegajosa: “Rancho Margaritas” y, además, tenía la impresión de que estaban escritas con letras rojas en algún lugar. Se lo contó a doña Charlotte y a Verónica, y trató de explicarles que se trataba de un recuerdo de diferente naturaleza, que había llegado a él de manera diferente a las escenas de películas que regularmente recordaba y que nunca uno de esos recuerdo había irrumpido en su memoria con tanta insistencia.

-Estoy segura de que es otra película.  -Dijo con naturalidad doña Charlotte, sin siquiera despegar los ojos de una torta recubierta que se estaba comiendo-  En las películas de vaqueros es el único lugar donde se habla de “ranchos”, porque aquí tu sabes que los ranchos son donde viven los pobres, y tu, estoy convencida, no eras pobre antes del accidente.

-Sí, pero es que el recuerdo es distinto, es como si...

-Como si nada, mijo. Como Bonanza. ¿Usted se acuerda de Bonanza? Era una película de vaqueros que daban en la televisión hace muchos años y los protagonistas tenían un rancho, que es lo que llamamos aquí una hacienda.

-Pero tampoco seas tan pesimista.  -Le dijo Verónica a su madre y luego se dirigió a Diego que ya comenzaba a tener una expresión de abatimiento:  Mañana buscamos en el directorio y luego damos una vuelta y miramos y preguntamos... También podemos buscar en las floristerías o algo así ¿Te parece?

A la mañana siguiente se levantaron temprano y luego de mirar el directorio telefónico y comprobar que no había nada con el nombre de “Rancho Margaritas”, se sentaron a la mesa para desayunar antes de iniciar la búsqueda por la ciudad. Los tres comían en silencio, porque los recuerdos de Diego siempre tendían una sombra pesarosa en el ambiente, pues él se perdía en una suerte de tristeza y melancolía y las dos mujeres tampoco hablaban mucho al respecto, porque se seguían sintiendo culpables de la desgracia de aquel hombre. Sólo se escuchaba el sonido de las cucharas contra los platos en su rapiña contra los huevos revueltos. Verónica y Diego estaban ya bañados y vestidos y doña Charlotte, que se había levantado a despedirlos, todavía tenía puesta la piyama.

-Hace un rato, al levantarme, recordé más cosas...  -Dijo Diego apagadamente, sin levantar la mirada de sus huevos.

-¿Qué recordaste?  -Preguntó Verónica con auténtico interés. Doña Charlotte alzó la mirada un instante y luego continuó comiendo.

-Cuando abrí los ojos y vi la vieja máquina de escribir que está en mi cuarto, recordé cuando saqué una máquina de la oficina de mi padre, un amigo me esperaba afuera y nos fuimos con ella calle abajo. También recuerdo que pegué una lámina en la pared, donde estaba el retrato de un hombre, tal vez un santo, y le encendí una vela, la misma que luego estuvo a punto de causar un incendio en mi habitación... recuerdo haber corrido largamente, solo y asustado, hasta llegar al mar...

Diego miró a las dos mujeres y ellas se miraron entre sí, masticando lentamente y en silencio. Entonces él sonrió al ver la manera como todavía a ambas les consternaba, después de todas las veces que ya había ocurrido, decirle que sus recuerdos hacían parte de una película. Pero en esa ocasión estaba equivocado, porque el receloso silencio de ellas se debía a algo que representaba una nueva variante del problema, un aspecto más de aquel infortunio, que confirmaba aquella vieja regla que dice que todo es susceptible de empeorar.

-No he visto esa.  -Dijo por fin Verónica, casi con vergüenza.

-Yo tampoco.  -Musitó doña Charlotte.

-¿No han visto qué?  -Preguntó Diego con un dejo de irritación.

-Esa película.  -Dijo tímidamente Verónica.

¿Cómo?  -Dijo Diego indignado y alzando la voz-  ¿Cómo que no han visto esa película? ¿Y si no es una película? ¿Y si de verdad esos son recuerdos de mi infancia? ¿Por qué creen que todo han de ser escenas de películas?

Volvió a reinar el silencio y en medio de él Diego dejó salir un suspiro, un suspiro vencido y triste. Entonces bajó la mirada y se sintió aún más perdido que nunca, más desamparado y sin esperanzas, porque no había tenido en cuenta ese gran problema: discernir la naturaleza y el origen de sus recuerdos. Era cierto que hasta ese día sólo había recordado cosas que había visto en el cine, pero todavía quería creer que podía recordar otras cosas, como aquellas dos palabras de la noche anterior. Entonces recordó el propósito de la salida para la que se preparaban, se levantó de la mesa y apuró a Verónica para iniciar la búsqueda que tenían planeada.

-Confíe en Dios, mijo, que él seguro lo va a ayudar.  -Le dijo doña Charlotte cuando Diego estaba a punto de salir.

-¿En Dios?

-Sí, claro. Un muchacho tan bueno como usted con seguridad creía en Dios. Más todavía si lo que nos acaba de contar de la vela y la laminita con el santo sí era de su infancia.

-No sé, doña Charlotte. No recuerdo tampoco si creía en Dios.  -Dijo Diego lánguidamente y salió de la casa junto con Verónica en busca de cualquier cosa que fuera “Rancho Margaritas”.

VIII

Condujeron toda la mañana de un lado a otro, preguntaron en las floristerías si conocían un negocio con ese nombre y fueron a la oficina de registro comercial, pero no encontraron nada acerca de un letrero que dijera “Rancho Margaritas” en letras rojas. Al principio, la jornada se hizo pesada, pues el incidente del desayuno afectó bastante a Diego, pero después, la búsqueda fue una buena excusa para visitar lugares, satisfacer antojos y reír y conversar. Verdaderamente se habían hecho buenos amigos y habían establecido una relación muy estrecha.

Por eso, aunque la búsqueda no rindió sus frutos, no dieron por perdida aquella mañana de vueltas y vueltas por la ciudad, y pasado el medio día se dirigieron a la casa para almorzar. Pero antes de llegar, Diego frenó bruscamente y se devolvió hasta la esquina que acababan de pasar. Detuvo el carro, bajó de él y se paró frente a un lugar que tenía un letrero grande en el que se podía leer en letras amarillas: “Cafetería y Restaurante”, y debajo en letras rojas “Las Margaritas”, y más pequeño: “Rancho & Licores”.  Y aunque se dio cuenta de que su recuerdo era parcial, identificó las letras y, ahora que lo veía, el lugar.

Diego miró a Verónica con un brillo de emoción en sus ojos, que ya se encontraba a su lado, y se dispuso a entrar a aquel lugar para mirar y ser mirado, porque estaba seguro que allí encontraría algo, pues era evidente que ese no se trataba de un recuerdo de película. Pero Verónica, que ya se estaba especializando, muy a su pesar, en deshacer las esperanzas de Diego, lo detuvo y lo tomó de los hombros con sus manos para que la mirara de frente.

-Yo sé por qué recordaste este letrero.  -Le dijo con voz firme y decidida, como si ya se estuviera acostumbrando al penoso trabajo de darle malas noticias. Diego guardó su cara emocionada y sacó la afligida, pero no dijo nada, sólo esperó en silencio lo que con seguridad iba a ser otro duro golpe. Verónica continuó:

-Tu recuerdas este letrero porque probablemente fue lo último que viste antes del accidente.  -Entonces con una mano señaló un lugar determinado de la calle y con la otra giró con delicadeza el rostro de Diego hacia donde estaba señalando-  En ese punto fue donde  yo te atropellé, tu venías de ese lado de la calle y te dirigías hacia acá.

Diego la miró más desconsolado que nunca y tercamente volvió a mirar hacia el interior de “Las Margaritas”, tratando de pasar por alto lo que Verónica le acababa de decir. Buscaba con sus ojos en la cara de las meseras a un antiguo amor, en los clientes sentados a las mesas a viejos amigos o en los cuadros de las paredes una imagen que le abriera las puertas de su anterior vida. No entendía muy bien por qué aquellas cosas abstractas,  como borrosas y lejanas, llamadas recuerdos, podían ser tan importantes para él. Por qué si día a día veía que la gente aparentemente vivía sin necesitarlos para nada, sin recordar sus recuerdos y, muchos, sin siquiera anhelarlos. En cambio él, que no los tenía, sentía un inexplicable vacío en su pecho y hasta le daba la absurda impresión de tener su cerebro más pequeño y también su cabeza. Se sentía limitado, como si fuera ciego o mudo o le faltara una pierna.

-Oye, no te pongas así.  -Le dijo Verónica sacándolo de su trance momentáneo.  -¿Qué te parece si antes de ir a almorzar vamos al Bazar del Libro a buscar uno que me pidieron en el club de lectura al que entré?  Con eso completaríamos esta encantadora mañana. ¿Ah? ¿Qué dices?

Él asintió con la cabeza, se montaron al carro y se dirigieron al Bazar del Libro. Verónica hablaba y hablaba para tratar de distraer a Diego de sus consternadas cavilaciones, pero él seguía en silencio, casi sin ponerle atención.

-¿Mes estas escuchando?  -Inquirió Verónica condecendiendinte.

-Hace unas horas, mientras manejaba, me vino a la memoria otra película.  -Dijo Diego abstraído.

-Tu también estás igual que nosotras ¿Cómo sabes que no eran recuerdos de tu vida?

-Porque sólo recuerdo que estaba muerto. Me dispararon en el vientre y luego, no sé por qué, conduje hacia el campo y después caminé por una pradera, para caer por fin muerto junto a unos caballos que pastaban.

-Se llama Jungla de Asfalto.  -Dijo Verónica.  -La vi poco antes del accidente, es una película vieja, en blanco y negro. Me pareció muy triste y desoladora, sobre todo ese final, porque lo que recordaste fue el final.  -Entonces se le iluminó la cara y le dijo a Diego con entusiasmo:  ¿Por qué no vamos a ver una película esta tarde?

Él la miró como si hubiera dicho la cosa más estúpida del mundo y le respondió con sarcasmo y amargura:  -Bastante tengo con mis recuerdos de cine, para ahora sumarle más material a mi confundido cerebrito... Mejor vayamos al Bazar del Libro como teníamos pensado. Yo también quiero comprar algo para leer.

Diego siguió conduciendo en silencio y Verónica desistió de conversarle para animarlo. Al llegar al Bazar del Libro y estacionar el carro, Diego pensó que no sería mala idea ingresar también al club de lectura en el que estaba Verónica. No se daba cuenta de que, por cosas como esa, su vida estaba adquiriendo la misma monotonía que las de Verónica y doña Charlotte, una vida aparentemente intensa y ocupada, pero que en realidad sólo era una cadena postiza de actividades autoimpuestas, las cuales realizaban sin ninguna pasión y que fácilmente podrían cambiar por otras que, en su momento, les parecieran más atractivas. Una vida en apariencia rica espiritual y existencialmente, pero la única verdad (y los tres la intuían, pero trataban de no pensar en ello) era que no tenían verdaderos intereses y expectativas. Incluso, una cosa tan importante y vital, sobre todo para Diego, como era buscar su pasado, después de un tiempo fue olvidada o llevada a cabo con la misma trivialidad e impuesta obligación con que hacían todo en la vida.

Al entrar al Bazar del Libro, Verónica y Diego caminaron entre las galerías repletas de libros, ella buscando el que necesitaba para su próxima reunión del club de lectura y él mirando estantes y cerros dispuestos a lado y lado de los corredores. Tomaba uno, le daba una rápida ojeada y luego cogía otro, o simplemente miraba títulos o portadas que le llamaran la atención.

-Diego, lo encontré.

Le gritó Verónica desde donde estaba, a cuatro estantes de distancia, con su mano derecha levantada y en ella un libro que agitaba ligeramente. Él la miró y suspiró aliviado, pues ya tenía hambre y no quería estar dando más vueltas entre todos aquellos libros. Entonces volvió a mirar el título del libro que tenía entre las manos, que ya no recordaba por qué le había llamado la atención, luego lo dejó donde lo encontró y se fue. El libro se llamaba “Cine para Cinéfagos”, de Ricaurte Beltrán. En la solapa había una foto de Diego y el texto decía, entre otras cosas, que aquél era un libro póstumo, en el cual se editaron los ensayos y artículos completos de Ricaurte Beltrán, profesor de la Facultad de Cine de La Universidad de Funes, desaparecido bajo misteriosas circunstancias. Era uno de esos libros de tiraje limitado, que generalmente nunca veían una segunda edición y que, salvo unos pocos por accidente, como aquél, sólo se distribuían en la ciudad donde fueron editados.

El librero acomodó bien aquel libro de cine, que estaba convencido nunca vendería, mientras Diego se alejaba con Verónica, sin saber que acababa de pasar por entre sus manos parte de esa vida desconocida que tanto anhelaba, y que, seguramente, esa era la última vez, sino en su vida, por lo menos en mucho tiempo, que iba a estar tan cerca de su pasado, ese animal invisible que todos tienen dentro y que se alimenta de recuerdos.

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